PLASTICA › CARLOS ALONSO ILUSTRADOR EN EL CENTRO CULTURAL RECOLETA
Una exposición da cuenta de las versiones que el gran pintor y dibujante realizó sobre obras clave de la literatura universal y argentina. La Divina Comedia, el Quijote, el Martín Fierro, El matadero y otras, reinterpretadas.
› Por Fabián Lebenglik
En el género de la ilustración el artista visual pone su arte al servicio de un relato anterior y exterior, de la autoría de un tercero. Coloca su poética en función de otra. Declina algo de los suyo para dar paso a otra voz, a otra creatividad. Comparte su trabajo y su ego con los de otro, reorganizando su propio lenguaje –visual– de acuerdo con premisas que vienen de la lengua escrita. Es un camino hacia cierta modestia, hacia cierta funcionalidad, hacia cierto lugar módico, tal vez más restringido. Y ahora las restricciones no dependerán solo del espacio, el tiempo de entrega del trabajo a la imprenta, la técnica, el color, las condiciones de producción, etc. Sino que surgirán de ese relato que le viene dado al ilustrador y que oficia a su modo de manual de instrucciones, de regulación, de conjunto de coordenadas a aplicar. El artista visual debe ceder algo de sí, de su mundo, para darle cabida al mundo del otro, del escritor. El pintor y dibujante debe “negociar” y conceder algo de su mundo para dar lugar a otro, para incorporar parte de ese relato ajeno. Esto es lo que transforma a las ilustraciones en piezas visuales tal vez más riesgosas, en varios sentidos. Las restricciones que conforman el marco inicial de toda ilustración no son más que nuevos retos, nuevas regulaciones que en todo caso mostrarán la mayor habilidad, virtuosismo, lucidez, calidad del artista visual en la medida que logre una interpretación personal. No hay arte menor, sino en todo caso un supuesto arte menor que se vuelve mayor cuando logra superar toda restricción.
En el caso de Alonso ilustrador, la muestra que se presenta en estos días en el Centro Cultural Recoleta, los relatos ya casi no son ajenos, porque se trata generalmente de textos canónicos, textos cuyas voces tienen ya una larga historia y una pertenencia que tanto remiten a su autor original como al mismo tiempo se colectivizó. Se trata de textos literarios que se hicieron vox populi, de una voz que se hizo patrimonio común y que incluye a esta altura a muchas otras voces e interpretaciones potenciales. Estas propiedades y apropiaciones, estos territorios (los propios y los compartidos) surgen claramente en las ilustraciones que se presentan ahora y que, en el caso de las realizadas para El Quijote, están fechadas hace medio siglo. La muestra abarca ilustraciones dedicadas a Don Quijote de la Mancha (1958), Martín Fierro (1960), La guerra al malón del comandante Prado (1965), El matadero de Esteban Echeverría (1966), la Divina Comedia de Dante (1969), Yo el Supremo, de Roa Bastos (1974), varios libros de poesía de Neruda (1974), Cervantes, el soldado que nos enseñó a hablar, de María Teresa León (1978) y Mademoiselle Fifi, un cuento de Maupassant (1983).
Alonso dialoga con la obra que ilustra y articula su sentido con el presente en que el propio pintor y dibujante realiza las ilustraciones. Hace “uso” del texto clásico, que le sirve de motivo y lo “actualiza”. A Veces esos presentes sintonizan de un modo casi natural, sin fisuras. Otras veces la realidad del siglo XX mete la cola de un modo artificioso, notorio, para generar una nueva ficción. Todo presente es reinterpretado. Los clásicos son eso: lugares de interpretaciones múltiples, de nuevos lectores y sentidos, de presentes continuos, de reactualizaciones, de diálogo con los distintos presentes, interpretaciones y lecturas. Son disparos al futuro, a una serie de futuros hacia los cuales todo texto literario apunta pero solo algunos lo logran de un modo certero, productivo e ilimitado. Los clásicos son máquinas de proliferación de las interpretaciones.
Carlos Alonso interroga las formas, experimenta con la lógica de los acontecimientos y con el modo en que deben ser llevados al plano; engaña el ojo del espectador, evoca movimientos y texturas, juega con la noción de espacio y con el color o el blanco y negro, genera notorios contrastes visuales, tensa la figuración... es decir que, gracias a un evidente virtuosismo y a un marcado dominio técnico, su obra va pidiéndole al espectador que entre en un juego visual en el que se debaten categorías formales ambiguas, que inmediatamente desatan preguntas.
Junto con la muestra, la Fundación Alon –dirigida por el coleccionista Jacobo Fiterman y coorganizadora de la exhibición– editó un libro que reúne todas las imágenes del artista y varios textos especialmente escritos para el volumen. Allí, Elena Oliveras explica, en relación con las ilustraciones de Don Quijote, que “la representación de ese ser idealista, creyente y aventurero que es Don Quijote, tiene a veces en Alonso un tono grave y misterioso, que difiere del más humorístico y socarrón que corresponde a Sancho Panza [...]”. También dice que “Alonso pondrá en imagen los últimos momentos de Don Quijote, el pasaje de la vida a la muerte. Un dibujo de líneas que no cierran habla, metafóricamente, del desvanecimiento vital y de la inconsistencia material que alcanza no sólo al cuerpo del protagonista sino también a la almohada en que se apoya, apenas esbozada”.
Sobre las ilustraciones del Martín Fierro, Sylvia Saítta escribe que “el rasgo que predomina en los dibujos que acompañan el poema de Hernández es, casi paradójicamente, la omisión deliberada de atributos diferenciales en el diseño del personaje protagónico: en la versión de Alonso, Martín Fierro es, ante todo, un gaucho –y no el gaucho– que, como tal, es difícil de identificar en aquellas escenas en las que aparece rodeado de otros gauchos. En este sentido, Alonso prescinde de los atributos que convertían a Martín Fierro en un ser excepcional para convertirlo en un gaucho a través del cual da cuenta del modo en que la vida de los sectores campesinos fue radicalmente modificada por los procesos de formación del Estado nacional. Por eso, los dibujos de Alonso privilegian las escenas de la vida social, laboral y familiar del gaucho más que ilustrar los acontecimientos que se narran en la trama”.
Acerca de la versión de Alonso sobre la Divina Comedia, Gabriela Francone apunta que “Alonso recrea el mundo dantesco. Sus héroes y mártires evocarán otros infiernos, otros tiranos que vivieron de sangre y de rapiña” [...] “En los escenarios de la Comedia ilustrada por Alonso encontramos numerosos puntos de diálogo con trabajos posteriores dedicados a la tortura y la violencia. El ser humano degradado reaparecerá de diversos modos como en una galería de espejos deformantes. Seriadas metamorfosis que multiplican la muerte, la enfermedad, la locura y variadas formas de tormento. Confundiremos fantasmas individuales y compartidos: matarifes, verdugos y carniceros, al torturador y al cirujano, reses carneadas y cuerpos destrozados y las mil y una encarnaciones del Ser ‘endemoniado’.”
En varios de los diálogos que Alonso produce entre el presente de los textos y su propio presente de artista comprometido, surgen tanto cuestiones universales –por ejemplo los temas del amor y la muerte– como el tópico de la violencia endémica argentina.
Fuera de su “función” de ilustrador, Alonso logra que sus pinturas y dibujos tomen una matriz trágica, lo cual les da un carácter testimonial. Como si se tratara de la reconstrucción de la historia de la violencia argentina, especialmente de aquella violencia máxima que significó la década del setenta, del terrorismo de Estado. Y aquí está la paradoja: ¿cómo es posible ser testigo del futuro? Uno de los núcleos más fuertes de su obra pictórica y dibujística de aquellos años, en donde se cruzan estética e ideología, no fue hecho como una reflexión del artista a posteriori de la violencia social y política, del asalto al poder y del terrorismo estatal. Sino que lo iluminador de aquellos trabajos fue que, en gran medida anticiparon lo que se venía. El repertorio de elementos y concepciones compositivas, tanto como aquello que muestran, fue madurado por el artista desde fines de los años sesenta y consolidado durante los primeros cinco o seis años de la década del setenta.
La obra de Alonso vio antes todo aquello que le iba a pasar (al país y a él mismo). Por eso no debe pensarse en una obra testimonial, ya que sólo se puede dar testimonio de aquello que sucede o ha sucedido: nunca se puede ser testigo de algo que aún no sucedió. Hay un componente trágicamente visionario en la producción de aquellos años. Y Alonso lo expresa con carga poética, intención política y juegos técnicos. (En el Centro Cultural Recoleta, Junín 1930, hasta el 6 de abril.)
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