DISCOS › ANTOLOGíA I & II, RECOPILACIONES DE HUGO DíAZ
El origen estuvo en un accidente que lo dejó sin vista durante un año: desde que alguien puso una armónica en sus manos, Díaz hizo del instrumento una fuente inagotable. El compilado permite asomarse a una obra única, sorprendente.
› Por Cristian Vitale
La culpa fue de la pelota. Hugo Díaz tenía cinco años cuando una redonda, medio ovalada y de trapo, le dio de lleno en los ojos y lo dejó sin ver. Ni ese partido entre chiquilines en un descampado santiagueño ni lo que pasó en su vida durante ese año: 1932. Fue difícil, sí. Duro. Pero así conoció la armónica. Alguien depositó una entre sus manos y sólo tuvo que llevarla a la boca. Focalizar la energía allí, direccionar el sentido de su aún breve existencia en el sonido y forjar la base. Díaz, niño aún, recuperó la vista y sus ojos negros empezaron a mirar otra cosa, bastante más que picados. Años después, en 1936 –debut en un radio mediante–, el director Leopoldo Bonell lo llevó como solista de armónica a su orquesta de folklore y, en 1944, como un cabeza más de la nueva Buenos Aires, estaba tocando música de tierra seca en una boite porteña. Revancha de los olvidados, aluvión de los confines, subsuelo de la patria –musical– sublevado. Alegría natural. El devenir fue, fugaz, en el grupo Chacay Manta, que se hacía lugar en medio de la urbe tanguera, y extenso, con su primer grupo: Hugo Díaz y sus Changos. El, más Domingo Cura en percusión, Victoria Díaz en voz y una tríada de guitarreros: Julio Carrizo, Nelson Murúa y José Jerez.
En ese mojón lejano de su historia personal se paró Aqcua Records para hacer justicia con la memoria: dos CD dobles –o sea, cuatro en total– con los primeros 55 registros de Hugo y su banda, datados entre 1952 y 1957, y una totalidad que muestra al genial armonicista en plena efervescencia folklórica. Un paso antes de que, siguiendo la estela de su ídolo Charlie Parker, tocara con Louis Armstrong y Oscar Peterson en Estados Unidos; cerca de Jean Toots Thieleman en Bélgica o con Renata Tebaldi y Mario Del Mónaco en la lírica Scala de Milán. Que, en suma, extendiera su versatilidad hacia el campo de la libertad. Se prendiera, con una mueca burlona a la quietud del mármol, en las jam session (de todo) con quien fuera de su estirpe inquieta e inclusiva: Piazzolla, Oscar Alem, los hermanos Farías Gómez, el negro Lagos, Dino Saluzzi... músicos que veían lo universal con ojos de argentino, o al revés.
Esa versatilidad, en Antología I & II –así se llaman las compilaciones–, es intrafolklórica. Testea profundo en la música de raíz. No omite: integra. Completa el ancho mapa sonoro de la república. Desde sus dos primeras grabaciones (“Qué lindo se ha puesto el pago”/ “Pájaro Campana”), registradas en 1952 en Radio Splendid, hasta “Tu tremendo silencio” y “San Baltasar” (1957), Hugo muestra su tacto improvisador, ecléctico y nativo, en todo lo que toca: chacareras, chamamés, kirei, guaranias, gatos, bailecitos jujeños, rasgueados, cuecas, polcas y candombes paraguayos, galopas, taquiraris, vidalas... un soberbio lazo entre géneros y modos musicales que, partiendo de su quichuismo originario y atravesado por la originalidad de su instrumento, lo encauzarían como un embajador de lujo en el mundo. Y todo por una pelota de trapo.
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