Miércoles, 2 de diciembre de 2009 | Hoy
DISCOS › LILIANA HERRERO, ANTE LA EDICIóN DE LA CAJA CATáLOGO
“Yo tenía algo así como un repertorio amontonado”, arranca el recuerdo de la artista entrerriana, que analiza el efecto que le produjo reencontrarse con ciertas canciones, y volver a comprobar cuánto tuvo que ver el azar en eso que se resiste a llamar “carrera”.
Por Diego Fischerman
En las músicas de tradición popular, es la interpretación la que construye la obra. Cuando Joe Cocker canta “With a Little Help from my Friends” o cuando Mercedes Sosa interpreta “El alazán”, Los Beatles o Yupanqui están, desde ya, pero sus composiciones ya no son la totalidad, sino el fondo contra el que se recorta la figura de las nuevas piezas. Los intérpretes componen. Y por eso, más allá de si una voz es bella, de su timbre, su afinación o su color, el lugar en el mundo de un cantante tendrá que ver, exclusivamente, con su personalidad. Con que logre –o no– convertir en propias esas canciones de otros. Decir con ellas algo que ningún otro podría haber dicho. Liliana Herrero rehúye a cierta cualidad de clausura que los aniversarios y sus festejos conllevan. Decir “veinte años de trayectoria” podría querer decir “hasta aquí llegué”. Y, también, “después no hay nada”. Por supuesto, las cosas son distintas. Está por un lado la caja que reúne lo que ella grabó hasta 2007, una producción inédita para los estándares argentinos y, por cierto, una simbolización más que elocuente de esa trayectoria. Pero también están el reciente Igual a mi corazón, y el DVD El hilo de una voz, que toma como punto de partida. Se trata, entonces, apenas de un primer capítulo. De los primeros veinte años en que esta directora de la carrera de Filosofía de la Universidad de Rosario decidió, más que cantar, hacer suyas ciertas canciones.
Liliana Herrero asocia. Casi permanentemente, cuando dice algo, inmediatamente esa palabra o ese concepto la lleva a otra parte. Dice: “De esto podríamos estar hablando mil horas”. Y agrega: “Mil horas; Calamaro”. Cuando habla de la caja, habla de un cierto temor, de una especie de reverencia. Pero, también, de “una alegría enorme”. Dice: “Me da la sensación de que ahora, juntos, es como si fueran otros discos. Es como si no tuvieran esa individualidad que tuvieron, hechos en determinadas circunstancias. Y han sido hechos, por otra parte, de tan diversas maneras y con condiciones tan diferentes. Y entonces, ¿por qué yo pretendería que esto tuviera una unidad, si estos discos son tan disímiles, tan azarosos? El primero y el segundo son totalmente azarosos. Yo estaba en Rosario, en la calle Corrientes, de lo más tranquila, trabajando en la Facultad de Filosofía. ¿Por qué hice esos discos? Creo que ni siquiera dependió de mí. Fue una idea de Fito (Páez) que yo grabara. Lo formulaba de un modo gracioso. ‘Bueno, basta de cantar en la cocina, vamos al living.’ Ni siquiera era un estudio de grabación. Era una sala de ensayo en la cortada La Mar (a una cuadra de Doblas y Pedro Goyena, en Caballito). De golpe me encontré ahí, quedándonos horas y horas y horas. De nuevo las mil horas. E hicimos un demo que Fito pensaba que llevaría a los ejecutivos de las compañías discográficas y ellos caerían muertos de amor por esa música. Obviamente no fue así. Pero sin embargo seguimos. Insistimos. Y uso el plural porque fue así: insistimos los dos. ‘Volvé a Rosario, armá una banda y vamos a grabar’, me dijo. Y eso hice.”
El recuento de Herrero no se detiene allí, pero también es como el fantasma de un recuerdo: “No me acuerdo cuáles fueron los pasos que di; cómo es que volví a Rosario, cómo seguí dando clases y al mismo tiempo hablando con músicos y encontrándome con los que conocía y con otros que no conocía tanto. Y así llegó el segundo disco y de pronto me encontraba cantando con Luis Alberto Spinetta una canción de Linares Cardozo (‘Canción de cuna costera’, incluida en el segundo disco, Esa fulanita). Todo fue alocado, vertiginoso. Al ver ahora todos estos discos juntos pienso, ¿hay un hilván que los une? Por momentos pienso que sí y a veces pienso que no. Los primeros están muy ligados a la época. Hay allí un sonido de los ochenta. Ese sonido no está más pero, tal vez, haya un hilo en algo que hice sin premeditación e incluso sin darme cuenta: pensar qué hago yo con este tema, que conozco desde hace tantos años. Qué hago yo con estos autores que conozco tanto. Por ejemplo, Chacho Müller. O Atahualpa Yupanqui. O el Cuchi Leguizamón”.
Un disco pone una canción al lado de otra. Y con eso le da, a cada una de ellas, una entidad diferente. Un verso, una melodía, no son escuchadas de la misma manera cuando se los escucha después o antes de otro verso o de otra melodía en particular. Las canciones de un disco se iluminan entre sí; se hacen decir cosas que de otra manera no dirían. Y lo mismo sucede cuando se colocan, uno junto a otro, los discos que se han hecho a lo largo de un determinado período. Herrero, profesora de Filosofía al fin, cree encontrar la respuesta en una pregunta. Y es, en efecto, la pregunta que explica todo: qué cantar y cómo cantarlo. “Tanto que se ha cantado –dice, casi para sí misma–. En la escuela primaria, y en la secundaria, y cuando vivía en Paraná, y cuando vivía en Rosario. Todo eso estaba. Y yo tenía algo así como un repertorio amontonado. Y esas canciones las grabé. Impulsada por un chico veinte años más joven que yo y por un encuentro azaroso. Las teorías las fui pensando después.”
Herrero habla de una novela de Murakami y su idea de que las vidas son como estrellas fugaces que aparecen juntas, en el cielo, sólo porque coinciden en la mirada de alguien. “Podría no haber sido así. Pero todo podría no ser así”, dice. Y se pregunta, nuevamente: “¿Esta es una obra? ¿Y que pasa con ella al lado de los discos con Falú, y al lado de Igual a mi corazón? Y con el DVD de Igual a mi corazón. ¿Qué va a pasar con mi corazón? A mí me asusta. No sé si es una obra. Es una vida. Donde hubo chispazos, estrellas fugaces, encuentros. Y donde azarosamente, no necesariamente, apareció algo. No hay una obra, hay los vaivenes, las incertidumbres, los desconciertos y los encuentros de una vida”.
Las imágenes que utiliza Herrero y, claro, el ritmo, la música con que las dice, son acuáticas. Hay algo de oleaje. O de correntada. Y de cita a Juan L. Ortiz. Y tal vez el lugar donde lo haya puesto de forma más explícita haya sido Litoral, ese álbum que corre entre ríos, donde uno de los discos está dedicado al Paraná y el otro al Uruguay. No fue exactamente como Herrero lo quería. Ella habla de azares y, allí también, las cosas acabaron siendo de una de las tantas maneras en que podrían haber sido. “Sí supe todo el tiempo que cada disco sería para cada uno de los dos ríos del Litoral. Pero soñaba con que fuera el fruto de un gran trabajo antropológico. Me imaginaba recorriendo, y escuchando, y aprendiendo, y tomando algo de cada lugareño, de cada canción que escuchara.” Horacio González, en las notas del álbum, define: “Va navegando por el litoral de la memoria”. Allí aparecen Ramón Ayala, Chacho Müller, Fernando Cabrera, Daniel Viglietti, Isaco Abitbol, Fito Páez, Aníbal Sampayo, entre los autores, y Hugo Fattoruso, Páez, Barboza, Carlos Aguirre y Lidia Borda, entre los intérpretes. “Tal vez sea una manera de seguir teniendo ese proyecto en mi imaginación. Pensar que eso que quería hacer todavía no fue hecho.”
Herrero habla, además, de poder olvidar algunas canciones –o de poder olvidar el trajín al que fueron expuestas– para ser capaz de reencontrarlas. Y de sorprenderse. “El otro día escuché ‘La Tempranera’, de Falú y Guastavino. Es una canción tremenda. La letra. La música. Es increíble. Así como recordé ‘Chañarcito’. Y de ahí saqué la frase ‘igual a mi corazón’. Ese es un procedimiento maravilloso y muy usado en el folklore. La idea de que lo que está en el mundo natural es lo mismo que les acontece a las personas. ‘Chañarcito, chañarcito, que tantas espinas tienes, igual a mi corazón, entre espinas te sostienes’. O ‘Lapacho, también en mi alma’, como dice Ramón Ayala. Hay una mímesis extraordinaria.” Está el canto de la montaña, quebrado como el paisaje. Y está el canto del agua, dice. Y ese canto, cuenta Herrero, ella querría encontrarlo “más en la espacialidad, que es lo que el río es para nosotros cuando somos chicos, que en el tiempo; que en esa metáfora del devenir que está en nuestra cultura y en la que pensamos cuando somos grandes”.
Su pensamiento fluye, sin embargo, como ríos. Va de canciones a nombres, de personas a paisajes y de recuerdos a ideas. Y recuerda. Y añora, también, a quien considera “la mujer que mejor eligió el repertorio, la que inventó un modo de cantar”. Para ella, Mercedes Sosa fue sin duda un modelo. “Pasé años tratando de parecérmele y, después, años tratando de dejar de parecerme. Ella creó una nueva manera de frasear. Alargó ciertos sonidos, dijo de determinada forma. Hoy parece algo que estuvo desde siempre pero, hasta que apareció Mercedes, el folklore era algo muy distinto. Ella lo transformó. Y posiblemente no sólo el folklore. Ahora hay que volver a escucharla. Hay que oír de nuevo sus viejos discos. Hay que oír sus homenajes a Yupanqui y a Violeta Parra. Ella es el impulso de mi canto. En el afán de diferenciarse de alguien, además, uno va amasando su estilo. Lo que yo aprendí con ella es que una técnica no alcanza para decir lo que es una voz. Una voz es mucho más.”
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