Miércoles, 8 de septiembre de 2010 | Hoy
DISCOS › BEAT THE DEVIL’S TATTOO, DE BLACK REBEL MOTORCYCLE CLUB
En su sexto álbum, el trío norteamericano sintetiza su oscuro y anglófilo rock de guitarras con su costado de country blues sucio. Eso deja la sensación de déjà vu en buena parte del disco, aunque la banda sí intente algunos nuevos rumbos.
Por Roque Casciero
“¿Qué pasó con vos? ¿Qué pasó con mi rock’n’roll?”, cuestionaban el estado de las cosas en el mundo de la música los Black Rebel Motorcycle Club en su epónimo álbum debut, en esos años en los que, a caballo del éxito de los Strokes, el (retro) rock era la gran cosa nueva. La canción se llamaba “Whatever Happened to my Rock’n’Roll (Punk Song)” y sintetizaba toda la urgencia del reclamo, además de la sucia oscuridad guitarrera del trío. Con sus camperas de motoqueros, peinados y sonido que recordaban a Jesus & Mary Chain y la sensación de que se tomaban todo (incluso a sí mismos) demasiado en serio, los BRMC se convirtieron en una de las bandas claves de la primera mitad de la década. El éxito grande les resultó esquivo, entre otras cosas porque nunca duran mucho en el mismo sello, pero clavaron un sonido en los oídos de una generación rockera. Y en su tercer trabajo se reinventaron de un modo inesperado: Howl (2005) los veía alejarse de la anglofilia ochentosa y abrazar un country blues podrido, semiacústico y con destellos de gospel. Esos dos álbumes marcaron los picos de creatividad de la banda, que en el camino se deshizo de su baterista, el bardero Nick Jago. Ahora, con una dama frente a los parches, y después de publicar un trabajo puramente instrumental (The Efects of 333), reaparecen en escena con Beat the Devil’s Tattoo (publicado aquí con mucho retraso).
Y es entonces cuando cobra preeminencia otra vez una de las preguntas del comienzo: ¿qué pasó con el rock’n’roll en este panorama dominado por las Lady Gagas del mundo y con las discográficas desorientadas en cuanto a qué camino seguir para asegurarse la subsistencia? Pero la escucha del álbum también lleva a preguntarse qué les pasó a los BRMC. Por un lado, se los nota asentados, con la ex Raveonette Leah Shapiro bombeando sangre desde la batería, y con un sonido que sintetiza todo lo hecho por la banda hasta el presente. Por otro, cuesta encontrar una canción realmente memorable en los casi 65 minutos que dura el álbum. Y eso no había sido nunca un problema para la dupla conformada por Peter Hayes (voz y guitarra) y Robert Levon Been (voz y bajo).
Es imposible sacarse de encima cierta sensación de haber escuchado antes parte del material, como “Conscience Killer”, “Evol” (BRMC jugando a Jesus & Mary Chain jugando a Velvet Underground), “Bad Blood” (con esa guitarra y esos cortes tan típicos del trío) o la canción que le da nombre al álbum, que electrifica la dinámica de Howl. Más allá del déjà vu, el colgado final con “Half-state” no está nada mal, aunque habrá quienes no resistan sin apretar la tecla de “stop” antes de que terminen los diez minutos del tema. Afortunadamente, la banda sí abre algunos frentes novedosos, al menos en su propios términos. En este terreno, por ejemplo, hay que contar a las baladas con algo de Ryan Adams (“Sweet Feeling”), de Spiritualized (“River Styx”) o de una improbable mezcla entre ambos (“The Toll”). A veces los BRMC se ponen un tanto grandilocuentes (“Aya”, “War Machine”), pero, por otra parte, la blusera “Long Way Down” encuentra en el piano y la percusión mínima el sustento para una profundidad diferente. Por eso, el adjetivo “desparejo” le calza a este disco igual que los pantalones de cuero negro a quienes lo concibieron.
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