DISCOS › BARBOZA CUARTETO, MáS ALLá DE LAS FRONTERAS DEL CHAMAMé
En su septuagésimo álbum, Raúl Barboza habla a través de músicas elaboradas, improvisadas, sencillas y comprensibles a iguales dosis. Así, el acordeonista nacido en La Boca llega a clímax sonoros determinados por un paisaje, el de la Banda Oriental.
› Por Cristian Vitale
Importa poco que Raúl Barboza pase seis o más meses por año en París. También que repita tal costumbre a dos geografías hace casi treinta años. Nada, ni la lejanía ni el tiempo, hacen mella en el porqué de sus músicas. Puntualmente, en la quintaesencia de los nueve chamamés, el rasguido doble, el vals y el aire de chacarera, que pueblan su ¡septuagésimo! disco, cuyo nombre es el suyo más los de Nardo González (guitarra); Roy Valenzuela (contrabajo) y Cacho Bernal (percusión), agazapados bajo el manto de Cuarteto. El flamante trabajo mantiene firme el aire de esa Banda Oriental que no puede ser vista sino como una región con atributos específicos, con clímax sonoros determinados por un paisaje que pocos privilegiados pueden llevar al sitial al que lo lleva este acordeonista. Este compositor nacido hace 78 años en La Boca, pero de innegable sangre paternoguaraní. Y que –otra rara combinación– es profeta dentro y fuera de su tierra.
Dentro, porque cada vez que pisa su suelo es bienvenido. Se lo respeta en la gran urbe, y no se siente el vuelo de una mosca cuando apoya el acordeón en su rodilla izquierda, inhala talento, y exhala suficiente inspiración como para calmar el agite de latidos que provoca el festival de chamamé de Corrientes, por caso. Sin perderle la huella a tal impronta, Barboza Cuarteto (Alternativa Musical Argentina) viene a socorrer la novedad. Y lo hace a través de “Lágrimas”, suave chamamé que hunde sus raíces en la pluma de Francisco Casís, un todoterreno del Cuarteto Santa Ana; de un reversionado rasguido doble (“Duende de la siesta”) que parece jugar, pero en serio, a despertar al siestero tipo del NEA; o ese contrapunto criollo y campero con la guitarra de González que arropa “La punta del monte”, finísima pieza compuesta por ambos. O de la festiva “Obstinado”, para bailarse un chamamé entre tinto y chipá, casi sin perder el equilibrio, al igual que el postrero “Curuzú Gil”.
También es profeta fuera de su tierra, porque su sonido le sienta bien al universo. Por ese lado van “Cherógape”, un chamamé creado por el mismo Barboza para que disfrute todo el mundo. También la rítmica y melancólica “Mi tierra lejana” que, apuntalada en el violín invitado de Ramiro Gallo, transforma la nostalgia en sonidos, a un tacto instrumental que Astor Piazzolla, Chango Spasiuk, Waldo de los Ríos, Hugo Díaz, Eduardo Falú, Jaime Torres y pocos más –cada uno en su metier, claro– han podido alcanzar. En clave solipsista, se incluye en este estadío el bellísimo “Ferviente Ilusión”, de aura tanguera, y la muy sentida transformación de dolor en arte que conlleva “Nazareno, el artesano”, vals que don Barboza dedica al fallecido luthier de acordeones Nazareno Anconetani. Dentro del péndulo abre fronteras también caben un chamamé heterodoxo que el maestro compuso junto a Facundo Guevara (“Cuarto creciente”), donde recuerda los atrevimientos que se tomaba Domingo Cura, tanto como una remozada versión de su clásico mayor, “Tren expreso”.
Todo, por obra y cuenta de este trashumante del chamamé que sí, tal vez sea profeta dentro y fuera de su tierra porque no se ha olvidado jamás de ella, pero sobre todo por una razón trascendental: habla a través de músicas elaboradas, improvisadas, sencillas y comprensibles a iguales dosis, y las concibe, en armonía mayúscula, a dos topografías. Ya lo dijo él: “El arte es comprender la sensibilidad de la gente para que la música sea, realmente, la expresión del alma”. Y esta reflexión, que no obtura identidades, traspasa toda frontera posible.
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