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Miércoles, 10 de agosto de 2016

DISCOS › STRANGER TO STRANGER, LO NUEVO DEL ENORME PAUL SIMON

Espíritu joven a los 74 años

En su decimotercer disco solista, el músico muestra una vez más su concepto vanguardista sobre los cruces estéticos que puede tener la canción, con una mirada de una amplitud improbable que lo lleva a crear discos siempre novedosos.

 Por Diego Fischerman

Si alguien escuchara Stranger to Strager sin saber nada acerca de quien lo creó, podría pensar que se trata de la obra de un músico muy joven, con una voz obviamente juvenil, y con un concepto llamativamente vanguardista sobre los cruces estéticos que la canción, como género, hace posibles. Sería la obra, no obstante, de un joven muy extraño. Alguien con una mirada de una amplitud improbable, capaz de ir del flamenco al hip hop, del folk norteamericano a las músicas africanas, y de la electrónica a las invenciones microtonales del inclasificable Harry Partch. Alguien, además, capaz de contar el prolijo asesinato de un buen cabeza de familia a manos de una buena ama de casa armada con un buen cuchillo para cortar pescado para sushi. O capaz de frases pequeñas y devastadoras como “Al final todos nos iremos durmiendo”.

Stranger to Stranger es la obra de alguien que decide ir siempre más allá. Que no se conforma con los modelos anteriores. Alguien para quien la historia es, apenas, una paleta de posibilidades capaz de ser remezclada hasta el infinito. Poco importa, en todo caso, que la historia la haya escrito él mismo, un joven de 74 años llamado Paul Simon que sentó precedentes hace tres décadas, con Graceland, y antes con “Bridge over Troubled Waters”, y antes con “Mrs Robinson” y “The Sound of Silence”. Y, también, con Still Crazy After All These Years (1975), The Rhythm of the Saints (1990) y You’re The One (2000). O el genial y maldito Songs From The Capeman (1997), el destilado de la comedia musical más alabada por la crítica y más fracasada de la historia, con pérdidas finales de más de 11 millones de dólares (donde Rubén Blades protagonizaba la historia de Salvador Agrón, un portorriqueño condenado a muerte a los 16 años por haber matado a dos chicos blancos a los que había confundido con integrantes de una banda rival). Alguien que ya hace cinco años se había ocupado de decir que estaba vivo después de todos estos años, y con mucho nuevo para decir, en So Beautiful or So What, ante cuya multiplicidad de referencias musicales –al gospel, al music hall, a los sonidos “del mundo”– se inclinaba la revista Rolling Stone.

Esa multiplicidad aparece vuelta sobre sí misma, recombinada y elevada a potencias infinitas en el nuevo disco, el decimotercero de su carrera solista, donde resultan esenciales la producción de Clap! Clap! –un italiano especializado en dance– y la aparición de invitados como el baterista de jazz Jack De Johnette o los instrumentos de Partch, un compositor muerto en 1974 que se definía a sí mismo como “un seducido músico-filósofo dentro de una carpintería”, y que inventó objetos como el cromolodeón, que divide la octava en 43 sonidos, en lugar de los 12 de la escala cromática europea. Los cruces de Simon son, al fin y al cabo, los que se escuchan –si se sabe escucharlos– en una gran ciudad. Nada más cercano a sus discos siempre nuevos –alguna vez con Los Incas en “El cóndor pasa”, o con Stéphane Grappelli en “Hobo’s Blues”, o con Ladysmith Black Mambazo o con Milton Nascimento– que la propia Nueva York, donde ya hace tanto le cantó al “único muchacho vivo”. El joven neoyorquino es el mismo que hacía el papel de un productor de cine llamado Tony Lacey en Annie Hall, de Woody Allen. Y es el que, casi como una despedida, vuelve a las fuentes de esa música rural que él reinventó hace medio siglo como urbana, en la exquisita “Insomniac’s Lullaby”. La canción de cuna imposible para el que tardará, todavía, mucho tiempo en irse durmiendo.

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