Dom 19.04.2009
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TELEVISION › LEONARDO SBARAGLIA PROTAGONIZA LA SEGUNDA TEMPORADA DE EPITAFIOS

“Un actor aburguesado es un actor triste e insensible”

En su regreso definitivo al país, tras casi una década en España, encarnará a un psicópata que replica antiguos crímenes como si fueran obras de arte. “Recién ahora me siento formado sólidamente como actor, después de haber estudiado 25 años”, sostiene.

› Por Emanuel Respighi

Leonardo Sbaraglia está de regreso. Y se lo nota feliz. Pese a una gripe galopante que lo tiene a maltraer, y que hace que por estos días un paquete gigante de pañuelitos descartables lo acompañe a sol y sombra, el actor parece estar disfrutando del retorno definitivo al país, tras casi una década de voluntario destierro en España. Con la tranquilidad que le da sentirse en su lugar en el mundo, aquel jovencito surgido de Clave de sol tiene hoy 38 años, una manifiesta madurez actoral y una pequeña hija que lo llevaron –hace un par de años– a querer reencontrarse con las caras, olores y sonidos de su infancia y adolescencia. Y como esas raras jugadas del destino, en medio de esa necesidad interna, personal, apareció HBO para ofrecerle protagonizar en Buenos Aires la segunda temporada de Epitafios, el thriller psicológico que Pol-Ka produce para la cadena de cable y que hoy, a las 22, verá la luz en América latina. No lo dudó: el ticket del avión de regreso ya estaba emitido.

Aunque en todo este tiempo el actor fue y vino varias veces para trabajar en cine (Plata quemada, La puta y la ballena), el hecho de volver a residir en el país, dice, lo encuentra satisfecho con el camino recorrido en el Viejo Continente. De alguna manera, alcanzó en España aquello que buscaba cuando en 1999 decidió marcharse con apenas un bolsito y la compañía de su esposa, a rearmar su carrera, a profundizar su relación con la actuación. “Me fui a España porque veía que mi carrera la estaba resolviendo y no la estaba construyendo; quería manejar mi profesión –dice en la entrevista con Página/12–. Yo empecé muy chico. Eso, que tiene sus virtudes, te enfrenta a determinados proyectos con una formación endeble. Yo recién ahora me siento formado sólidamente como actor, después de haber estudiado 25 años. Y en aquel momento tenía ganas de poner mi energía en proyectos en los cuales podía aprender, formarme. Ahora me siento más capacitado, tengo más dominio de la situación: siento que la ola ya no me sobrepasa”, subraya, mientras emboca, con fina puntería, los pañuelos descartables en el tacho de basura que tiene a dos metros de distancia. Una y otra vez, sin fallar.

–Es raro que alguien que tenía una carrera consolidada y tenía la venia de la crítica y el público se haya animado a dar ese paso...

–La gente no tiene idea de lo duro que es empezar a buscar laburo en otro país, solito, dejando atrás una vida para comenzar otra que uno no sabe a ciencia cierta cómo le va a ir. Hay que remarla, dejar laburo y reconocimiento acá, vivir en cualquier lado... fue un gran esfuerzo. Yo acá tenía un camino hecho y ya estaban construidos los cimientos de lo que vendría. Pero irme a España fue una forma que encontré de desaburguesarme, y eso para un actor es sumamente necesario. Un actor aburguesado es un actor triste e insensible. Un actor está aprendiendo todo el tiempo. Cada historia tiene su nueva lógica, cada guión tiene su propia verdad, que uno tiene que descubrir. Ese es el problema existencial del actor. La “chapa” de un actor es lata ante cada nuevo proyecto. La experiencia te puede dar tranquilidad frente a las cámaras, pero cada nuevo personaje te exige algo diferente.

–¿Y a los 38 años sigue manteniendo la idea de actuar y aprender?

–Sí, claro. Me encantaría ser un tipo como Julio Chávez, que siempre ha estado viviendo esa relación desde un margen, más preocupado por su formación y por formar gente. Esa para mí es una referencia muy importante. Julio es un camino. Ojalá uno pudiera recorrer ese mismo sendero.

–¿Necesitó una readaptación al país después de esos casi 10 años viviendo en España?

–Los primeros días. Poco después, me puse a filmar Epitafios y la adaptación se hizo inmediata. Las últimas experiencias de cine que había hecho en la Argentina habían sido muy reconfortantes, en lo profesional y en lo personal. El regreso estaba a la vuelta de la esquina. El hecho de haberme ido tanto tiempo a España, haber construido una nueva historia, haberme hecho bien de abajo, en otro país, me hizo aprender mucho de mí mismo: tuve que barajar y dar de nuevo.

–¿Qué fue lo más positivo?

–Al estar en un lugar nuevo, en una sociedad distinta, buscando un lugar en el cual hallarme, en España logré descontracturar mi carrera y mi relación con ella. En los últimos años en la Argentina yo sentía que a nivel profesional me habían sitiado en una especie de estandarte de actor serio y no sé si yo quería esa imagen para ese momento de mi carrera. España fue una bocanada de aire fresco. Empezar de nuevo me hizo muy bien humanamente. Y como actor también, porque cuando uno se afloja como persona se relaciona con la actuación desde otro lugar. Me permitió sacarme de encima al actor serio y admitir otras identidades y experiencias. Aprendí a mirar el mundo desde otro lugar. Creo que volví mucho mejor, más tranqui, y eso, me parece, hizo que me tome el trabajo con mayor libertad, arriesgando más, haciendo apuestas más importantes. Probablemente ahora me equivoque más que antes de irme a España, pero lo disfruto mucho más.

Jugar al asesino

El retorno al país lo encuentra –paradójicamente para alguien que supo construir una prolífica carrera cinematográfica–, protagonizando la segunda temporada de Epitafios, la serie policial con la que HBO se abrió camino en la producción original en la región y que le valió numerosos elogios de aquí y de todos los lugares donde se emitió (por ejemplo en los Estados Unidos y en distintos países europeos). En la continuidad de la serie, los agentes Renzo Márquez (Julio Chávez) y Marina Segal (Cecilia Roth) deberán ir tras los pasos de un asesino serial que replica antiguos crímenes como si fueran obras de arte y los reproduce en extrañas secuencias fotográficas. Sbaraglia es el que se pone en la piel de este asesino, un psicópata de doble personalidad, que sufre el conflicto interno que se da entre su ser dominante y aquel que lo padece y se siente en la obligación de ejecutar las acciones a que éste lo obliga. Un ser obsesionado por las imágenes, que mata por el único placer de recrear retratos. “Estoy viviendo esa sensación de haberme tirado a una pileta que sé que tiene agua, pero que no es la mía –comenta–. Hago un personaje soñado, muy lindo, una perlita que como actor me permite construir a alguien que se desdobla, un esquizofrénico. De alguna manera, me dio la posibilidad de hacer tres personajes que convivían al mismo tiempo. Por un momento se desdoblaban y en otros convivían las dos personalidades. Como ejercicio actoral, Epitafios fue muy lindo”, reconoce.

–¿Cómo se preparó para esa composición? No se trata de un personaje que uno puede llegar a cruzarse diariamente por la calle.

–Hablé mucho con mi papá, que es analista y me contó las características psicológicas de una persona esquizofrénica. Además, yo soy un tipo que no me avergüenzo por pedir ayuda para trabajar. Un maestro de actores, Hernán Matierna, me ayudó muchísimo en los momentos en que empecé a preparar el personaje en España. Enseguida encontré la dinámica, en el sentido de que cualquier tema tirado a la pileta planteaba un conflicto entre estas dos voces. Uno de los personajes que conviven en su mente le pide que tome continuamente riesgos, que se vuelva más frío, más calculador, mientras el otro se plantea estar siempre a la defensiva, temeroso, registrando más sus propias limitaciones. El personaje convive con esa voz omnipotente que le exige cosas imposibles de realizar, poniéndolo en un lugar terrible. Los esquizofrénicos padecen esa voz que les pide que hagan cosas irrealizables para su personalidad, lo que los termina frustrando. Al practicar mucho esa dinámica, llega un momento en que el personaje sale solo.

–Es muy teatral...

–Es un personaje que requiere mucha actuación, pero que a la vez se complementó muy bien con el equipo de dirección. Teníamos tanta libertad con el equipo, teníamos tan aprehendido al personaje, que comenzamos a jugar desde lo visual, usando contraplanos, a veces en el mismo plano, a veces utilizando espejos; en otras se movía la cámara y no el personaje, etcétera. Si bien no es muy televisivo, yo me creí el personaje y eso hace que el espectador también se lo pueda creer. Además, estábamos muy contenidos por el guión. El libro de los hermanos Slavich (Marcelo y Walter) está muy bien construido, el misterio y el suspenso están prolijamente manejados. Eso te ampara mucho: no estaba desnudo ante una historia que no existía o un personaje incomprensible. Y además tuvimos un trabajo muy interesante con los directores: mientras Alberto Lecchi me ayudaba a desarrollar la parte del personaje más vulnerable, Daniel Barone veía mejor al más brutal, al más frío. Entre los dos pude encontrar el punto exacto. Porque un personaje, tanto televisivo como cinematográfico, no está determinado por el actor, sino también por la mirada de la dirección.

–¿La complejidad consiste en no hacer dos personajes distintos en el cuerpo de la misma persona, sino uno solo?

–Claro. Porque se trata de un psicópata de doble personalidad, que tiene constantemente el conflicto interno, un yin y un yang que nunca se van a poner de acuerdo, un torturador y un torturado. Pero, además, tiene un rol social que sería una tercera faceta y que es una suerte de máscara que tapa esa locura. Es uno de los papeles más lindos que me tocó interpretar.

–¿Y fue el personaje o el proyecto lo que le hizo “pegar la vuelta”?

–Fue un poco de todo. Yo estaba buscando un proyecto para volver a trabajar acá porque tengo ya una hija, somos mucho más felices estando en la Argentina, donde estamos mucho más acompañados por la familia y los amigos. En España yo tengo muchos amigos, pero no es lo mismo: no dejás nunca de sentirte lejos de tu tierra. Acá, bien o mal, si uno quiere, sabe que todos los domingos están los abuelos... Teníamos el deseo de que nuestra hija creciera acompañada de otras relaciones y vínculos cercanos que no necesariamente fueran el padre y la madre. Ningún vínculo reemplaza a la familia.

–¿Y esa necesidad de estar cerca de la familia sólo la sintió al nacer su hija?

–El sentimiento de querer regresar se dio inmediatamente de que con mi mujer nos enteramos de que esperábamos a nuestra hija. Necesitaba, necesitábamos, volver al nido. Yo soy un apasionado de mi trabajo, pero un hijo te hace replantear que la vida es mucho más que desarrollarte profesionalmente.

–¿O sea que el regreso fue más personal que profesional?

–Las sensaciones del “exiliado por propia voluntad” son confusas. Yo siempre viví afuera con cierta mirada nostálgica, que al llegar a España creí que era momentánea pero que en diez años no pude quitármela. Por eso seguí trabajando en la Argentina, aunque sea esporádicamente. Porque además justo me fui cuando el cine nacional intentó consolidarse como una industria de búsqueda, con gente muy valiosa como Adrián Caetano, Bruno Stagnaro o Lucrecia Martel. En España, en cambio, la industria no te da tanto espacio para buscar otros lenguajes como sí ocurre en la Argentina. De hecho, a mí me costó varios años insertarme en una movida española de vanguardia. Fue muy lindo pertenecer a ese grupo renovador, pero uno entiende mejor la cultura de su país.

–Por lo que se desprende de sus palabras, nunca se sintió “español”.

–Siempre me trataron como si fuera un español, en el sentido de que me dieron las mismas posibilidades que a un nativo, papeles protagónicos en películas haciendo de español... Me han dado todo y me lo siguen dando: no me puedo quejar. Pero acá me basta con una mirada para conocer a la gente.

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