TELEVISION › OPINION
› Por Cecilia Absatz *
Un programa puede resultar detestable, pero si mantiene un éxito pertinaz durante más de tres lustros en la televisión de todo el mundo hay que hacer el intento al menos de explorar su naturaleza.
Por primera vez un formato desafía las reglas consagradas del star system y hace una propuesta diferente, revolucionaria: pone en cámara día y noche a un grupo de desconocidos, sin libreto, sin vestuario ni maquillaje, y ofrece como espectáculo la intimidad de su convivencia. Para la productora es increíblemente más económico. Y para el público es toda una novedad, una forma de contemplación que lo agasaja, por una vez, con la ilusión de un poder. Aquí no hay estrellas glamorosas e inalcanzables como en la pantalla tradicional. Acá hay gente sin destino, igual que uno. Con la ventaja de que en este caso uno puede observar su conducta personal y juzgarla con un voto. Es un poder. El nombre mismo del programa es artero, tiene el perfume totalitario de la novela de Orwell.
Pero lo que en 1984 era la vigilancia llevada al grado del horror político, en el programa de televisión se convierte en una mirada personal, capaz de generar regocijo o tedio, pero siempre envuelta en un clima de revulsión cultural. Hay algo revulsivo en la mera observación de la intimidad ajena; pero si la exposición de los protagonistas, lejos de ser inocente, es consciente y deliberada, todo el fenómeno adquiere un matiz de rara procacidad. Ese modo de estar consciente de la cámara es mucho más subido de tono que todos los escotes y los chistes gruesos de cualquier programa de variedades de un canal vecino. Provoca la misma oscura reacción que da ver a otro mirarse desvergonzadamente, por ejemplo en el espejo de un ascensor.
Muchísima gente sigue los acontecimientos del programa con la misma atadura emotiva que podría llegar a tener con una telenovela, pero con la carga de compromiso que le confiere su declarada condición de “realidad”. Los guionistas y productores enfatizan los atisbos de acción que pudieran generarse entre los participantes y los medios se encargan de darles forma con las grandes palabras del melodrama, como lo hacía Alberto Migré. Abundan las “traiciones” y otras acusaciones viscerales, como si los participantes que días atrás no se conocían entre sí fueran miembros de una gran familia que se debe amor y respeto.
El público ama el espectáculo con envidiable candor. Se ofende por las arbitrariedades y reclama justicia, simpatiza con el caído, sea ladrón o prostituta, recela de las chicas lindas y se enamora del gay. El público, hay que decirlo, puede ser más divertido que los participantes, quienes salvo excepciones (sólo se me ocurre una) son pura carne, gente sin palabras.
La inteligencia primera del Gran Hermano, y tal vez la principal, es la de haber comprendido el lugar que hoy ocupa la televisión en la sociedad. Este lugar puede definirse de un modo sencillo: la gente haría cualquier cosa por estar ahí. Es así como se genera una nueva moneda de cambio que sólo este medio puede proporcionar: fama. Es algo casi tan poderoso como el dinero, y para la televisión es un recurso renovable. En esta transacción, entonces, el jugador adquiere fama, la productora recauda millones y el público se divierte. Es un negocio brillante, todos ganan.
* Escritora y periodista.
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