TELEVISION › TRANSMISION SOLO APTA PARA INSOMNES
Los problemas con la traducción simultánea y la morosidad de la entrega alentaron el tedio del espectador local.
› Por Emanuel Respighi
La 80ª edición de los premios Oscar fue, vista por TV y desde este lado del mundo, una de las ceremonias más aburridas que se recuerden. Sobran los motivos: la ceremonia en la Argentina comenzó cerca de la medianoche –debido al cambio del huso horario– y terminó bien entrada la madrugada; la huelga de guionistas se hizo evidente en los clips que la Academia suele editar para atraer a la audiencia y, a medida que el sueño se convertía en el peor enemigo del espectador, los nombres de los ganadores se hicieron cada vez más previsibles, sin misterio por develar que ayudara a mantenerse en vilo. Además, el doblaje en español simultáneo que implementó la señal TNT no ayudaba en nada a quienes entendían inglés ni a los noctámbulos hispanoparlantes.
Para los primeros, la superposición del doblaje de la dupla de traductores contratados dificultó la escucha de la ceremonia en su idioma original. Para los segundos, la entrecortada traducción –incapaz de conjugar sujeto y predicado, mucho menos tiempos verbales– volvía incomprensible los discursos y comentarios. Para ambos, la voz gangosa del locutor hacía imposible seguir la ceremonia sin cabecear en el intento. Para colmo de males, no hubo en los discursos referencias políticas ni reivindicaciones sociales de ningún tenor. Para las estrellas de Hollywood, ninguno de los males del mundo es tan importante como para empañar una ceremonia cuyo único objetivo es la autocelebración y que la rueda millonaria continúe su curso. Incluso llamó la atención que ninguno de los ganadores haya hecho mención a la huelga de guionistas que paralizó a la industria durante casi cien días, ocasionó pérdidas millonarias para la industria y amenazó con la suspensión de la gala.
Apenas Jon Stewart, avalado por los discursos escritos a las apuradas por los mismos guionistas, en su impecable rol de maestro de ceremonias políticamente incorrecto, se animó a hacer algún chiste sobre el conflicto entre los escritores y los productores. “Vanity Fair suspendió su tradicional fiesta en solidaridad con los guionistas... Sería bueno que muestren respeto invitándolos alguna vez”, disparó el presentador. Los clips históricos recordando antiguos ganadores del Oscar, dada la fecha redonda de los premios, además de recordar viejos ganadores polémicos, lejos estuvieron de sumar atractivos a la televisación.
La previa tampoco ayudó a sobrellevar amigablemente la trasnoche frente al televisor. No porque los Pre-show de E! Entertainment Televisión y TNT no hayan sido lo suficientemente producidos. Más bien el hastío fue invadiendo la mente de los televidentes ante la exagerada programación especial que E! preparó como antesala. Desde las 15, el canal del espectáculo de Hollywood en Latinoamérica mantuvo al aire una cuenta regresiva en la que se repasaron los detalles de la organización de la fiesta en el teatro Kodak de Los Angeles y la manera en que las celebridades se prepararon para la velada. La opinión de “críticos y expertos”, en este caso, no hacía foco en el aspecto artístico, sino que posaba su mirada en el vestuario, los accesorios y las compañías con los que iban a concurrir los nominados, en clara demostración de que el glamour y la apariencia es más importante que los films que se premian. De hecho, el countdown del ciclo de E! no se orientó hacia la ceremonia, sino que estaba fijada al comienzo de la pasarela de vanidades y egos que representa el ingreso a todo premio. El título del ciclo era bien claro: Countdown to the Red Carpet (“Cuenta regresiva a la carpeta roja”).
Así, mientras la frivolidad inundaba la pantalla de E!, el Pre-show de TNT, en cambio, le devolvió al cinéfilo algo de respiro ante tanta celebración de la moda (eso sí: producida con imágenes de archivo, y modistos y diseñadores de primer nivel dando su testimonio). La experiencia y conocimiento del crítico argentino Axel Kuschevatsky trajo al espectador la confirmación de que se estaba en el preludio de la ceremonia más importante del cine mundial y no ante un desfile de moda en el centro de Nueva York. Con información sobre las películas y entrevistas idóneas a los artistas en la alfombra roja, el periodista logró que hasta las mismas estrellas se sorprendieran. Incluso su coequiper, la periodista Ana María Montero, no pudo contener su admiración ante los conocimientos de Kuschevatsky. “Tú sí que sabes cosas. ¡Qué bueno tenerte!”, le señaló sobre su cobertura. “Vaya a saber qué se le ocurre a Axel en los próximos cinco minutos”, ironizó la periodista de la CNN luego, ante la mirada atónita del periodista, cuya única fórmula era llevarle a la audiencia la filmografía de quienes entrevistaba.
Esta vez ni la Academia de Hollywood ni la impecable televisación de la ABC para todo el mundo tuvieron que recurrir a mecanismo de censura alguno. Pero tampoco ésa fue una buena noticia: no es que los organizadores dejaran de lado el control de lo que se decía, sino que, en realidad, no fue necesaria su implementación. Nadie dijo nada. Michael Moore, sentado en la platea, se habrá quedado con las ganas: ya no de ganar nuevamente un Oscar, sino de decir algo y despertar la atención de los estoicos sonámbulos que aún sintonizaban la ceremonia y del star system de Hollywood, que otra vez volvió a demostrar su miopía social. El show debe continuar.
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