Sábado, 7 de junio de 2008 | Hoy
VIDEO › TIERRA DE PESADILLAS, DE TERRY GILLIAM, CON JEFF BRIDGES
El director de Brazil y Miedo y asco en Las Vegas imagina la soledad en la que queda una niña, tras la muerte de sus padres por sobredosis. La película ganó simultáneamente el premio de la crítica en el Festival de San Sebastián y el abucheo del público.
Por Horacio Bernades
En la edición 2005 del Festival de San Sebastián fue premiada y abucheada. El premio se lo dio el jurado de la crítica internacional. El abucheo se lo obsequió buena parte de los periodistas presentes, en el momento de anunciarse el premio. Definida muy a la ligera como “versión american gothic de Alicia en el país de las maravillas”, Terry Gilliam filmó Tideland en medio de las pausas forzadas por el complicado rodaje de Los hermanos Grimm, y terminó teniendo listas las dos películas al mismo tiempo. Claro que estrenar Tideland le costó un poco más. Hasta el punto de que a Estados Unidos llegó recién un año más tarde, en un lanzamiento bastante reducido. Ahora, el sello Transeuropa acaba de editarla en la Argentina en formato DVD, con el título Tierra de pesadillas. Buena ocasión para que cada uno, en casa, se dé el gusto de premiarla o abuchearla.
A la luz de su obra, no parece aventurado suponer que lo que habrá fascinado al autor de Brazil, Las aventuras del barón Munchausen y 12 monos cuando leyó Tideland fue la cancha libre que esa novela de Mitch Cullin le abría al deporte que más le gusta practicar: el de la imaginería descontrolada. Ubicada en medio de las doradas pasturas texanas, Tierra de pesadillas narra la soledad en la que queda una niña sureña, tras la muerte de sus padres por sobredosis. La que primero emprende the big sleep es mamá, bruja gritona y bipolar que le sienta como un guante a los chillidos de Jennifer Tilly. Poco más tarde le toca el turno a papá, rocker veterano, de largas mechas, cuero negro y tachas, que le habrá divertido componer al gran Jeff Bridges. Producto seguramente de la disfuncionalidad familiar, Jeliza-Rose (que hasta el momento se dedicaba a preparar y servir jeringas y cucharas para mom & dad) parecería no tomar demasiada conciencia de lo que les pasó a sus papis. Sin que quede muy claro cómo sobrevive materialmente, sí se entiende cómo sobrelleva la cosa en términos simbólicos: jugando con sus muñecas, usando eventualmente el cadáver de papá en el living como muñeca también, e imaginando cosas. “¡Mía!”, habrá cantado ahí Gilliam, después del desafuero psico-trip-farsesco que fue Miedo y asco en Las Vegas.
El problema es que no es mucho lo que imagina Jeliza-Rose, más allá de alguna ardilla parlanchina, una caída en un pozo (que será lo que llevó a algunos apresurados a pensar en Alicia) y un par de vecinos góticos. Uno de ellos es una señora con parche en un ojo y capa negra, que tal vez sea una bruja (pero no hace mayores maldades), tal vez la muerte y tal vez una vecina, nomás. El otro es el hermano menor de la señora, que por alguna razón es espástico, lo cual no impide que la niña lo constituya como primer objeto de deseo. Sin mucha imaginería en sus alforjas, es poco lo que Gilliam puede hacer. Como Los hermanos Grimm se ocupaba de recordar, no son su fuerte la construcción de personajes u otras rémoras de la dramaturgia tradicional. Por lo cual lo que queda es recurrir a figuras de estilo, sin estilo al cual servir. Grandes angulares, picados y contrapicados, toda clase de deformaciones visuales lucen esta vez más a la deriva que nunca, en medio de las doradas pasturas texanas.
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