Sáb 14.06.2008
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VIDEO › EXILIADOS, UN PUNTO ALTO EN LA OBRA DE JOHNNIE TO

Gangsters made in Hong Kong

De estructura rapsódica, el film hace gala de un humor solapado, vecino del cine de Tarantino o del Kitano más autoparódico. Una buena manera de ir conociendo a To, un prolífico cineasta que lleva dirigidas casi medio centenar de películas.

› Por Horacio Bernades

Desde que John Woo se integró definitivamente a Hollywood, desde que la obra de Tsui Hark se hizo esporádica y algunos otros como Ringo Lam desaparecieron del mapa, la tradición del cine de acción hongkonés quedó en manos de Johnnie To. Nacido en 1955 y en plena actividad desde mediados de los ’80, To exhibe una hiperproductividad típicamente oriental, que lo lleva a realizar varias películas al año, arrimándose ya al medio centenar. Popular en el circuito de festivales desde el comienzo de este siglo, recién ahora su obra comienza a tener cierta difusión en la Argentina. Todo un abonado del Bafici, To llegó al circuito comercial recién el año pasado, con su comedia de ladrones Yesterday Once More. Está por regresar en semanas más, con el díptico integrado por Election y Election 2. En DVD, el sello SBP había editado Fulltime Killer, y ahora Gativideo hace lo propio con Exiled (2006), uno de los puntos altos de su obra, que acaba de lanzar con el título de Exiliados.

Los exiliados del título son un grupo de mafiosos hongkoneses circunstancialmente en Macao, ex colonia portuguesa que en 1998 pasó a manos chinas. De estructura rapsódica, Exiliados narra un puñado de episodios, más como manchones de relato que como narración tradicional en tres actos. Si en términos de estructura To se muestra más cerca de Godard que de El Padrino, su acercamiento al género de gangsters es vecino del de Tarantino, o del Kitano más autoparódico. En la primera escena, dos grupos antagónicos llegan al mismo tiempo a una casa de familia. Unos tienen orden de asesinar al dueño de casa; a los otros los mandaron a salvarlo. Como se conocen de antes y el dueño de casa todavía no llegó, se van a la plaza de la vuelta a esperarlo juntos. Cuando el hombre llega y ya están a punto de iniciar un tiroteo tan ritualmente anunciado como el de un spaghetti western de Sergio Leone, los frena el llanto de un bebé. Es el hijo de la víctima, a punto de tomar la teta. Condolidos, en lugar de ejecutarlo terminan comiendo, bebiendo y jugando juegos de salón.

Después de eso, a los matones se les quedará varias veces la furgoneta en la que se desplazan, un policía gordo y pusilánime nunca se animará a arrestarlos, varios heridos de distintos bandos irán a parar a la misma clínica clandestina (allí estarán a punto de desatar un nuevo baño de sangre, en ralenti), en medio de un tiroteo se pondrán a jugar un fulbito con una lata explosiva de Red Bull y finalmente darán con una tonelada de barras de oro, como en una película de aventuras. Pero esta ironía, esta voluntad lúdica y deconstructiva nunca se hacen evidentes, en tanto el realizador –dueño de encuadres cuidados, precisos y refinados– se mantiene espartanamente fiel a la clase de humor que los sajones denominan deadpan. Esto es: una comicidad con cara de nada, en la que lo cómico no está en la superficie (el tono predominante es de un hieratismo casi kabuki), sino en las implicancias de lo que se narra. ¿Kabuki pulp? Por qué no.

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