VIDEO › UN WESTERN Y UNA DE ESPIONAJE
Sam Fuller y sus campos de batalla
Dragones de violencia y La casa del sol naciente, dos obras clásicas de Fuller.
› Por Horacio Bernades
En plano general, muy a lo lejos, se ve una carreta avanzando por un camino, en medio de la pradera. Es un perfecto día de sol, las pasturas lucen bellísimas, el carruaje va al trote y la distancia desde la cual todo esto es observado colabora con la sensación general de serenidad y placidez. De pronto, corte a un plano cercano, en el que se observan los cascos de unos caballos que vienen en sentido contrario, en furioso galope. De allí en más, una serie de planos se intersecta con la otra, con el montaje rápido y cortante echando leña al fuego. Un nuevo plano general reúne enseguida las partes en disputa, viéndose la carreta detenida en medio del camino, ante el violento avance del grupo de jinetes. Al llegar frente a ella, el grupo se abre en dos, como lo haría una bandada de pájaros. Al frente del grupo, un único caballo blanco destaca la figura del líder, una mujer rubia y toda vestida de negro, en furibundo contraste, no sólo con el resto de los jinetes sino con su propia cabalgadura. En letras enormes, el título cruza toda la anchura del Cinemascope: Forty Guns.
Hay en cine pocas cosas más elocuentes y sintéticas que el comienzo de una película de Sam Fuller, y el de Forty Guns es, en este sentido, paradigma perfecto. “Una película debe ser como un campo de batalla, hecha de acción, emoción, vida y muerte”, dijo alguna vez este hombre nervioso y pequeño, de eterno habano apretado entre los dientes. Ya ahí, en ese virtuoso par de minutos, este western de fines de los 50 confirma que en Fuller teoría y práctica iban indisolublemente abrazadas. En un nuevo aporte a la todavía algo escasa y esparcida, pero definitivamente celebrable filmografía del autor en video, el sello Epoca editó recientemente Forty Guns. Y junto con ella, otro Fuller de la misma época, House of Bamboo. Lo hizo respetando los títulos con que ambas se estrenaron en su momento en Argentina: Dragones de violencia y La casa del sol naciente. De 1957 la primera de las nombradas, un par de años anterior la otra, son buena muestra del modo en que el realizador de Más allá de la gloria encaraba los géneros cinematográficos clásicos, honrándolos o subvirtiéndolos según el caso.
Basada en guión ajeno y no producida por él, La casa del sol naciente es un thriller de espionaje (de agente encubierto, para mayor precisión) bastante más sereno que lo habitual, en un cineasta frecuentemente dado al toque excéntrico, la violencia expresiva, el arrebato estilístico. Transcurre en la Tokio de posguerra, con una banda de criminales estadounidenses y un sargento del ejército infiltrado en ella. Filmada, como Dragones de violencia, en cinemascope, con mayor cantidad de planos largos que lo habitual –a Fuller le gustaba el juego corto, la cercanía, la fisicidad– la peculiaridad de La casa ... consiste en el modus operandi de la banda, antiguos miembros del ejército que funcionan como si todavía lo fueran. Con un Robert Ryan tan perverso como de costumbre y Robert Stack extrañamente enamorado, circula por la película una suerte de angustia del fingimiento –tema inherente al género de espías– que obliga a héroe y heroína a convertirse en esclavos de papeles que no quisieran representar.
Mucho más característica es Dragones de violencia, que Fuller escribió y produjo. Y que es tan innovadora en el plano formal como en su temática, centrada en una mujer a la que todos temen. Si se tiene en cuenta que el ambiente en que Jessica Drummond se desempeña no es el de una gran empresa contemporánea sino el pueblito de Tombstone, a fines del siglo XIX, se comprenderá la alta volatilidad de su material. Es verdad que al personaje de Barbara Stanwyck lo habían antecedido Marlene Dietrich en Rancho Notorious (Fritz Lang, 1952) y Joan Crawford en Johnny Guitar (Nicholas Ray, 1954), pero eso no la hace menos moderna. Por otra parte, se trata de una criatura enormemente matizado, una todopoderosa de poblado que no por ello deja de ganarse las simpatías del héroe, el espectador y, sobre todo, el realizador.
En apenas 80 minutos Fuller narra una historia llena de virajes y subtramas, una de las cuales narra el crepúsculo del salvaje Oeste para dar lugar a otro, sólo en apariencia más “civilizado”. La borrosa subjetiva de un sheriff con cataratas, otra en la que un hombre ve a su objeto amoroso a través del cañón de un rifle (y termina besándola furiosamente), violentos picados y contrapicados, un memorable tornado, varios sobreentendidos subidamente eróticos y el plano detalle de los ojos de uno de los contrincantes durante un duelo se cuentan entre los incontables momentos indelebles que entrega este verdadero superwestern, filmado en apenas 10 días, con acotado presupuesto y en blanco y negro. En otras palabras: un Fuller auténtico.