Sáb 05.09.2009
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VIDEO › DOS CLáSICOS DE LA CIENCIA-FICCIóN DE LOS AñOS ’50 EN UNA MISMA CAJA

Tamaños y escalas alteradas

El mundo en peligro invierte las relaciones biológicas, disminuyendo al hombre y agigantando toda clase de bichos hasta la monstruosidad. A su vez, el asombro que provoca El increíble hombre menguante abarca lo narrativo y hasta lo filosófico.

› Por Horacio Bernades

Desde Gulliver en adelante, los relatos fantásticos se habituaron a expresar la idea filosófica del extrañamiento mediante una simple operación anatómica: la de agigantar o minimizar al héroe. Contando con herramientas aptas para esa doble ilusión, el cine supo dar a luz, a lo largo de su historia, desde los seres miniaturizados de The Devil-Doll (Tod Browning, 1936) hasta los colosales robots de Transformers. Una flamante edición doble en DVD, a cargo del sello Emerald, permite asistir a dos de los más altos ejemplos de este juego de escalas alteradas, en el que la ciencia ficción perseveró, a lo largo de los años ’50: El mundo en peligro (Them!, 1954) y esa obra maestra absoluta que es El increíble hombre menguante (The Incredible Shrinking Man, 1957).

Dirigida por el artesano Gordon Douglas, El mundo en peligro es uno de los mejores exponentes de una corriente de películas que, invirtiendo las relaciones de poder biológico, disminuyeron al hombre, agigantando toda clase de bichos hasta la monstruosidad. Como en Tarántula (Jack Arnold, 1955, también editada por Emerald) y tantas otras, el responsable del desastre es aquí el hombre mismo, que venía de inventar un nuevo chiche, la bomba atómica. Siguiendo la lógica del cazador cazado, en Them! (¡qué bueno, el signo de alarma que cierra el título!) la radiación provoca que las hormigas modifiquen su dieta, pasando de las hojitas a la deliciosa gente. Paradoja propia del subgénero, la solución a este apocalipsis posbélico consiste en... llamar al ejército. Eventual compañera de edición de El mundo en peligro, El increíble hombre menguante no representa, en cambio, ninguna corriente. Se trata de un film único, que no reconoce pares. Dirigida por Jack Arnold –el mismo de Tarántula y de la también be-tter-than-usual El monstruo de la laguna negra– y con guión del gran Richard Matheson, a partir de un relato propio, el asombro que provoca El increíble hombre menguante no se reduce a lo visual, sino que abarca lo narrativo y hasta lo filosófico. Sigue siendo, por lo demás, tan intenso hoy como hace medio siglo.

The Shrinking Man se llamaba la segunda novela publicada por Mr. Matheson, por entonces un treintañero, más adelante colaborador fundamental de La dimensión desconocida y autor, entre otras, de Soy leyenda. Ningún bobo, Matheson aceptó vender The Shrinking Man al cine, siempre y cuando le permitieran escribir el guión. Buen comienzo y mejor final, ya que la Universal puso la película en manos del muy apto Mr. Arnold. De ahí en más, desde escenógrafos hasta técnicos de efectos especiales, no hubo un solo participante del proyecto que no rindiera al máximo de su inspiración. Ya el comienzo es extraordinario, confrontando la normalidad más banal con la súbita aparición de lo extraño, en su forma más vaporosa. Un hombre y su esposa, de vacaciones, toman sol en la cubierta de un yate, intercambiando agudezas. De pronto, frente a ellos, la sola aparición de una nube tiñe la escena de irrealidad, volviéndola blanca, muda y perpleja. Días más tarde, en casa, el protagonista nota que la ropa le chinga y el médico dictamina, de nuevo, la temida radiactividad.

¿Puede concebirse mayor inversión de la normalidad que la de medir lo que una lauchita y ser perseguido por el propio gato, en el living de casa? ¿Existe una forma de degradación más cabal que la de tener que mudarse, dentro de casa, a una casita a escala, más pequeña que una de muñecas? ¿Se puede estar más perdido en el universo que extraviándose en el sótano, sin alimento y del tamaño de una mosca, con una araña dando vueltas por ahí? Tal vez como nunca, en El increíble hombre menguante el cine logró reunir sus dos naturalezas, deviniendo la clase de aventura filosófica a la que parecería estar destinado y que, sin embargo, raramente llega a ser. “¡Todavía existo!”, exclama una vocecita casi inaudible en el final de El increíble hombre menguante, con una perseverancia tan admirable como desesperante.

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