Sáb 04.02.2006
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VIDEO › SEGUNDA ENTREGA DE CHAPLIN

La revuelta de la imaginación poética

Mañana, opcional con Página/12, un DVD con otros tres cortos soberbios del genio, pertenecientes a su período de mayor riqueza y rigor creativos.

› Por Luciano Monteagudo

“Difícilmente podríamos decir de Chaplin algo que no haya sido ya dicho y, sin embargo, todo lo que se ha dicho es aun insuficiente”, señaló alguna vez René Clair, que supo ser uno de los alumnos más aventajados del maestro. Y la segunda entrega –con la edición de mañana– de la colección Chaplin de Página/12 invita una vez más, por qué no, a volver sobre el genio.

Los tres cortos de este segundo capítulo pertenecen al período –no sólo la obra de Picasso se divide en períodos– que los historiadores denominan Mutual, una productora para la cual Chaplin hizo doce films a lo largo de un año y medio (de mayo de 1916 a octubre de 1917), o sea, a un promedio de cuarenta y cinco días para cada uno, cuando para Keystone, su productora anterior, los promedios habían sido de apenas una semana. Como señala Homero Alsina Thevenet en su libro Chaplin, todo sobre el mito, “el tiempo fue invertido en diseñar y ejecutar efectos cómicos, afirmar más la caracterización de su personaje y de varias figuras secundarias, mejorar escenografías y vestuarios”.

Contra la suposición general de que a Chaplin le bastaba con su talento, el propio interesado se ocupó de señalar en su autobiografía que lo suyo era diez por ciento inspiración y noventa por ciento trabajo, y más trabajo. En las mejores condiciones, claro: en la Mutual no sólo se había ganado ya el derecho a la libertad más absoluta –para concebir y dirigir sus films, para elegir a todos sus colaboradores– sino que también había firmado un contrato por 10.000 dólares semanales, más una prima fija de otros 150.000 por el pase. En ese momento, Chaplin tenía 27 años y una ambición que estaba muy por encima de la meramente económica: la perfección formal. Esto queda muy en claro cuando se pone en la lectora de DVD El conde (The Count), Carlitos héroe del patín (The Rink) y sobre todo Carlitos tramoyista de cine (Behind the Screen), donde se divierte con la trastienda de un estudio no muy diferente a aquellos donde él mismo se formó.

Estos tres cortos soberbios (de veinte minutos cada uno) coinciden con un episodio determinante en la trayectoria de Chaplin, como él mismo lo confesó en su autobiografía: “Hasta 1916, sólo tenía un deseo: gustar a ese público que tanto me favorecía. Y para eso, me bastaba suministrarle todo lo que yo sabía que tendría un éxito seguro y unos efectos que desencadenaban sin falta las carcajadas, aunque no tuvieran nada que ver con la acción propiamente dicha (...) En ese momento de euforia, al día siguiente del estreno de Carlitos bombero, recibí una verdadera ducha de agua fría. Me era administrada por un desconocido, a quien no vería jamás, y que me escribía: ‘Temo mucho que se haya usted convertido en el esclavo de su público. Cuando, al contrario, en la mayoría de sus otras películas, el público era esclavo de usted. Charlie, al público le gusta ser su esclavo’. Desde aquella carta me he preocupado precisamente de evitar lo que el público pide. Prefiero mi propio gusto. Es una expresión más exacta de lo que el público espera verdaderamente de mí...”

Esa actitud ejemplar de Chaplin, que va en dirección contraria a la demagogia y el populismo (y que en su versión más extrema daría en 1947 uno de sus largometrajes más ricos y complejos, Monsieur Verdoux, provocando auténtico desconcierto en su público), es ya evidente en el corto Carlitos tramoyista de cine, donde todos y cada uno de los gags –y son muchos– están justificados dramáticamente y se integran con naturalidad a la trama, algo que no siempre sucedía en el cine cómico de la época. Como ayudante del tiránico utilero (el gigantesco Eric Campbell, una presencia insoslayable de ese período, en el que el vagabundo siempre se le enfrenta en una eterna lucha de David contra Goliat), Carlitos debe mover múltiples elementos de la escenografía de un estudio y va provocando a su paso todo tipo de catástrofes, hasta terminar en una infernal guerra de pasteles a la manera de las que había aprendido a disfrutar durante su aprendizaje con Mack Sennett, el padre de la slapstick comedy, la comedia muda de golpes y porrazos.

En Carlitos, héroe del patín, Chaplin se luce particularmente como coreógrafo, primero en un lujoso restaurante, cuyas puertas batientes, que comunican la cocina con el comedor, se convierten en una calesita enloquecida, y luego en una pista de patinaje, donde la persecución sobre ruedas tiene una levedad, un dinamismo y una gracia dignos del mejor ballet contemporáneo, al punto de que sigue siendo moderna hoy, como lo fue hace casi un siglo. Y en The Count, Chaplin brilla por su magnífica puesta en escena, que utiliza distintos escenarios para dar cuenta de su vertiginoso (aunque improbable) ascenso en la escala social. De la cocina de una gran mansión sube en montacargas –siempre en vertiginosa retirada, como es su costumbre– al salón comedor, donde se hace pasar por un conde, para disfrutar de una opípara cena y una distinguida compañía, un tanto desconcertada por sus modales y particularmente por su peculiar manera de comer el postre, una enorme y rebelde sandía. Y de allí trepa a su vez al salón de baile, donde no tardarán en caer las máscaras... y las galeras y las plumas que entorchan a esa aristocracia de la que Chaplin siempre se mofó.

Ya sea que lo persiga su patrón, la policía o las damas y caballeros de la alta sociedad, Carlitos siempre se saldrá con la suya: alterando el orden establecido, aboliendo el sistema de clases y resistiendo a la autoridad en su despliegue de una imaginación poética que sigue desafiando al tiempo.

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