Sáb 13.11.2010
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VIDEO › LOS LíMITES DEL CONTROL, DE JIM JARMUSCH

Subvertir al clásico asesino

El director de Bajo el peso de la ley relee a su modo –que tiene mucho de humor y de absurdo– la tradición de películas de asesinos a sueldo. Y embarca al personaje de Isaach de Bankolé en una “búsqueda del tesoro” en la que nadie sabe quién es el objetivo.

› Por Horacio Bernades

Tras revisitar el género carcelario (en Bajo el peso de la ley, 1986), el western (en Hombre muerto, 1995, lanzada en DVD en la Argentina con considerable atraso, ver aparte) y el film de gangsters (en El camino del samurai, 1999), y luego de ver fracasar un proyecto por el que bregó largo tiempo, Jim Jarmusch se abocó a releer una vertiente específica del policial: la película de asesino a sueldo. Teniendo en cuenta que uno de los máximos exponentes de esa vertiente es A quemarropa (Point Blank, en el original), no es raro que la productora creada para la ocasión por el realizador de Stranger than Paradise lleve por nombre Pointblank Productions. Enteramente filmada en España, con aporte de capitales japoneses, The Limits of Control se estrenó en Estados Unidos en mayo pasado. Tras su paso por el Festival de San Sebastián, en la Argentina AVH acaba de lanzarla directamente en DVD, literalmente traducida como Los límites del control.

Como en las anteriores ocasiones, el modo en que Jarmusch rinde culto a la tradición genérica consiste en distorsionarla, deformarla, subvertirla. En una palabra: modernizarla. Una de las vías para hacerlo es la de exagerar el estereotipo, llevarlo al límite de la caricatura. En el papel del asesino, Isaach de Bankolé (el impresionante actor de Costa de Marfil, al que Jarmusch había recurrido ya en El camino del samurai y la serie Coffee and Cigarettes) es un nacimiento completo del cool, un Lee Marvin afro. Uniformado con trajes de seda natural dignos de una pasarela (uno por cada ciudad visitada), insomne, hiperprofresional, ascético (“cuando estoy trabajando no me encamo”, corta, seco, a la chica que lo espera en pelotas todas las noches) y cuasi mudo, trocando filosofía zen por tai chi, este hombre sin nombre se muestra tan afecto a las disciplinas orientales como su colega de El camino del samurai.

Otro modo de subvertir el clasicismo es correrlo por el humor, al absurdo, al capricho. No tanto por la presencia de Bill Murray, que en realidad no está muy gracioso, sino que es el hijo de puta más grande de todos, sino por el desplazamiento cómico que representa el hecho de que el tipo que encarga la misión yuxtaponga, en la escena inicial, instrucciones prácticas y parábolas filosóficas. “El universo no tiene ni centro ni bordes, lo real es arbitrario”, afirma, mientras le pasa al asesino una cajita de fósforos que a lo largo del periplo adquirirá una importancia casi ridícula. De allí en más, intercambiar cajitas de fósforos con desconocidos será la actividad principal de este asesino que no asesina. Cada cajita contiene las coordenadas que de punto a punto (Madrid, Sevilla, un tren, Almería finalmente) conducen a su objetivo al protagonista. Como en una película de Jacques Rivette (influencia reconocida por Jarmusch en entrevistas), el objetivo permanece secreto durante todo el viaje, no sólo para el espectador, sino que tal vez hasta para el propio asesino.

El sistema de postas que De Bankolé debe recorrer, digno de una “búsqueda del tesoro”, da lugar a la clase de estructura serial a la que Jarmusch suele ser fiel. En vez de la serie de ex mujeres de Flores rotas, una serie de “contactos”, que en un breve encuentro frasean un par de hermetismos o dadaísmos, para volver a partir. En Flores rotas, las postas estaban ocupadas por Sharon Stone, Jessica Lange y así. Aquí desfilan ante el hit man Tilda Swinton, el madrileño Luis Tosar, John Hurt, la nipona Youki Kudoh (veterana de Mystery Train) y Gael García Bernal. “¿Usted no habla español, verdad?”, pregunta cada uno de ellos, en lo que podría ser un password o una simple constatación. Lo serial impone la repetición, el ritual, algo muy del gusto de Jarmusch, también. Cada vez que se siente a una mesa (lo hace seguido, habida cuenta de que la película transcurre en España), el protagonista pedirá dos cafés expreso en tazas separadas. Indefectiblemente. Y guay con que lo entiendan mal y le traigan un café doble: sus pómulos como rocas se inflarán de odio.

Lo otro que se reitera son las visitas que el extranjero hace al Museo Reina Sofía y que dan al arte el carácter de anticipación de lo real. Tras contemplar atentamente El violín, de Juan Gris, el hit man se encontrará con un tipo que lleva un violín. Después de observar un desnudo pintado, uno real (de la neoyorquina Paz de la Huerta, que hace de española). Primero una reproducción de La Torre del Oro de Sevilla, en la escena siguiente el monumento mismo. Hasta llegar a la Gran Sábana, que en lugar de anticipación cumple el rol de colofón. Blanco sobre blanco casi zen, la tela de Tapies parecería comentar las calles antonioniamente vacías por las que el protagonista se paseó durante toda la película. Y corrobora que, desde A quemarropa en adelante, todo asesino del cine termina descubriendo que a la vida la gobierna lo mismo que la muerte: la nada misma.

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