VIDEO › “EL GUERRERO”, DE ASIF KAPADIA
La ópera prima del director inglés de origen indio expone la pesadilla de un sicario, apelando para ello a una suerte de realismo psicológico.
› Por Horacio Bernades
Tal vez justamente porque parecerían términos antitéticos, cada vez que la épica y el intimismo se encuentran suelen dar frutos de máxima intensidad emocional, producto de la propia tensión o colisión entre mundos encontrados. La última batalla de la más valerosa nación indígena, en El ocaso de los cheyennes, la tortura interior del hombre a quien los árabes llamaban “Al Orans”, en Lawrence de Arabia, y las angustias de Willard y Kurtz en Apocalypse Now! son ejemplos mayores de esta aleación aparentemente imposible. Dentro de lo que podría llamarse “épica intimista”, resulta particularmente poderosa la variante temática del hombre de acción que intenta retirarse para siempre, sin conseguirlo. Así lo demuestran westerns como El pistolero (1950) o Los imperdonables, la obra maestra del “polar” francés, El samurai (1970), o Carlito’s Way en el terreno del thriller. Es esta vertiente la que explora, una vez más de modo fructífero, The Warrior, film del 2001 que el sello Gativideo acaba de editar en video en la Argentina con el título de El guerrero.
Opera prima de Asif Kapadia, londinense de primera generación, por más que se trate de una coproducción mayormente británica, El guerrero luce, a todos los efectos, como film de la India. De ese origen es la familia del realizador, todos los actores y las locaciones, aunque Kapadia confiesa haber conocido la tierra de sus padres recién cuando tenía 23 años. A pesar de esa filiación, escasa relación tiene su película con lo que se conoce como Bollywood, el cine industrial de la India. En tanto éste apuesta siempre por el superespectáculo pintoresco, colorido y musical, El guerrero huye de todo ello como de la peste. Primera particularidad de una película que transcurre en una época indeterminada del pasado y recorta su narración contra los de por sí espectaculares paisajes desérticos del noroeste de la India, al pie de los Himalayas. Si a algún “érase una vez” predisponen tiempo y lugar, no hay rastros de cuentos de hadas en la historia, que apunta por el contrario a una suerte de realismo psicológico... y épico.
Brazo ejecutor al servicio de un poderoso señor, no pasó un cuarto de hora de un metraje mucho más breve que el que el género parecería exigir (dura apenas 88 minutos) que ya se lo ve al héroe decapitando a un pobre anciano, por no tener con qué pagar su diezmo. Perfecta inversión del tablero, será la cabeza del guerrero la que reclame el señor cuando éste decida retirarse, asqueado por la masacre de ancianos, mujeres y niños que acaba de desencadenar en una aldea. En lugar de la cabeza de Lafcadia será otra (infinitamente más cercana, querida y desprotegida) la que se cobre el mandamás. Con lo cual, en su retiro al desierto aquél llevará en sí la semilla de la venganza. De allí en más es la historia de perseguidores y perseguido, con Lafcadia uniéndose en el camino a una adivina ciega (suerte de versión femenina del griego Tiresias) y un pequeño ladrón. Que le recuerda no sólo al hijo que perdió sino a aquellos que asesinó en el pasado.
Renegando abiertamente de toda concesión al gran espectáculo, Kapadia narra la fuga del héroe con llamativa fluidez y sobriedad. Lo que parece importarle es el dolor de Lafcadia, no su furia vengadora. Más aún que el William Munney de Los imperdonables o el Carlito de la película de De Palma, la renuncia del guerrero a las armas se vuelve literal, por lo cual necesitará ayuda para poder vencer, a la hora del duelo final. Su repliegue de la acción es correspondido no sólo por una puesta en escena que rechaza todo énfasis o pico dramático sino incluso por un tempo narrativo que, en su obstinado respeto por la interioridad del héroe, opta siempre por lo extendido y meditativo, nunca el choque o la aceleración. Esta loable coherencia es remachada por la máscara de Irfan Khan, uno de los escasos actores profesionales de un elenco en el que preponderan los no-actores. Sin los largos silencios de Khan, sin su soterrado dolor y cansancio como de siglos, El guerrero jamás hubiera sido la magnífica pieza de épica íntima que a la larga es.
Pesadilla del sicario, Lafcadia es obstinadamente perseguido por la sangre que regó. Kapadia juega hábilmente con esos fantasmas, haciendo aparecer como flashback el encuentro con una niña, que resulta ser finalmente para el guerrero no un recuerdo espantoso sino la encarnación misma del retiro. Utopía que ni Gregory Peck en El pistolero ni el Carlito de Pacino pudieron alcanzar.
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