VIDEO › EL DIABLO BAJO LA PIEL, DE MICHAEL WINTERBOTTOM
El director extrema la revulsividad de la novela original El asesino dentro de mí, escrita por Jim Thompson y quintaesencia del noir. Y parece querer probar hasta qué límite el espectador puede tolerar lo aparentemente intolerable.
› Por Horacio Bernades
Los conocedores no ignoran que entre los autores clásicos de novela negra, no hay ninguno más negro que Jim Thompson. Incluido en las listas negras del macartismo, ganapán de toda clase de publicaciones pulp, al mismo tiempo que completaba sus obras mayores (El asesino dentro de mí, After Dark, My Sweet, The Grifters, 1280 almas), Thompson participaba del guión de Casta de malditos (1955) y escribía los diálogos de La patrulla infernal (1956), ambas de Stanley Kubrick. En 1975 le dieron un papelito secundario en Adiós, muñeca, según dicen para proporcionarle un módico alivio económico en su vejez. A comienzos de los ‘70, Sam Peckinpah había dado inicio, con La fuga, a una larga serie de adaptaciones cinematográficas de sus novelas. Le siguieron las francesas Serie negra (1978) y Más allá de la justicia (1982) y, unos años más tarde, Ambiciones prohibidas/The Grifters y la por aquí inédita After Dark, My Sweet. Sin duda uno de sus textos más revulsivos, El asesino dentro de mí había conocido una mediocre versión en los ’70. A comienzos del año pasado, en Sundance y Berlín se presentó una nueva, mucho más a la altura, que el sello AVH acaba de editar en DVD, con el título El diablo bajo la piel.
“El problema de los pueblos chicos es que todos creen conocerte”, piensa en voz alta Lou Ford, alguacil de un pueblito texano, de esos en los que se supone que nunca pasa nada. Que nadie conoce a Lou, que nadie conoce a nadie, es lo que The Killer Inside Me –novela y película– se ocupan de demostrar, entre borbotones de sangre y repulsión. La línea argumental es noir quintaesencial: el sheriff del lugar pide al alguacil que vaya a comunicarle a una prostituta que debe abandonar el pueblo. Lo solicita el poderoso del pueblo, que en verdad no pide sino exige. ¿La razón? Su atolondrado hijo no tuvo mejor idea que enamorarse de la chica y el tipo la quiere lejos. Para ello está dispuesto a poner una fuerte suma, usando al alguacil como intermediario. Claro que el alguacil de sombrero Stetson quiere cobrarle a su vez al tipo cierta vieja deuda familiar, por lo cual empieza a armar su juego. No por nada sobre la mesa del living Lou tiene una mesa de ajedrez: el tipo sabe cómo mover las piezas, aunque mover las piezas signifique ahogar a medio Texas en sangre.
A la hora de adaptar la novela, el británico Michael Winterbottom (el de 24 Hour Party People y El camino de Guantánamo, entre otras películas igualmente disímiles) hace tres apuestas básicas. Una, inevitable, es trasladar la primera persona (“la más creíble y aterradora historia en primera persona de una mente torcidamente criminal con la que me haya cruzado jamás”, afirmó alguna vez un inusualmente elogioso Stanley Kubrick) a la tercera, en la que el cine suele expresarse. La segunda, reconstruir la América rural de los años ’50 con el lujo de diseño, música y fotografía de la revista Life. La tercera consiste en extremar la revulsividad del original, poniendo en práctica una especialidad del cine moderno: probar hasta qué límite puede tolerar el espectador lo aparentemente intolerable. Es como si Winterbottom se hubiera propuesto releer el noir bajo la luz del cine de pornotortura.
El par de brutales crímenes sadomaso contra víctimas en total estado de indefensión, que hizo echarse atrás en sus butacas al público de Sundance y Berlín, puede ser visto, en su indudable delectación, como variante a puño desnudo de películas como Hostel y El juego del miedo. La diferencia es el grado de profunda enfermedad que en ambos casos la puesta en escena se propone revelar. Enfermedad que hace que el asesino –una de esas mentes brillantes que carecen de toda culpa o moral; por algo se calificó a Thompson de “Dostoievski de puesto de revistas”– produzca tanta o más repulsión cuando maquina que cuando se convierte en versión perfeccionada de O. J. Simpson. Acierto mayúsculo de Winterbottom, haber elegido a Casey Affleck para este papel.
El hermano menor de Ben, visto en Gerry y Desapareció una noche, da aquí una prueba rotunda de que su aire de buen chico puede dar lugar, sin cambiar de plano ni de expresión, a un monstruo cuya gélida autosuficiencia mejora las del Dr. Lecter o Kevin Spacey en Pecados capitales. En el acerado elenco que lo rodea debe destacarse a Jessica Alba, liberada por fin del peso de tener que ser la chica más hot del mundo –y por eso mismo, más hot que nunca– y al gran Ned Beatty, en el papel de dueño del pueblo. Beatty parecería revertir aquí por completo, a décadas de distancia, su papel de víctima abusada en La violencia está en nosotros. Título que por más que no sea el original, no por casualidad suena muy parecido a El asesino dentro de mí.
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