VIDEO › “NAPOLEON DINAMITA”
El film dirigido por Jared Hess parece un campeonato de brazos caídos y diálogos abombados. Todo filtrado por un humor seco y guiado por el absurdo.
› Por Horacio Bernades
“¿Qué hiciste durante el verano, Napoleón?”, le preguntan los tres atletas del high school al chico flaco, alto, desgarbado y de anteojos torcidos. “Fui a cazar wolverines a Alaska, con mi tío. Matamos como cincuenta”, contesta el otro, haciendo surgir sus prominentes dientes superiores. “¿Ah, sí? ¿Y con qué los cazás?” “¡Con una 12 mm, obvio!”, retruca Napoleón, lo más agrandado, pero siempre tan expresivo como los bancos del cole. Un verdadero campeonato de brazos caídos a los costados del cuerpo, cuerpos rígidos como tablas, miradas perdidas y diálogos abombados, Napoleon Dynamite es como si a Beavis & Butthead les hubieran puesto barbitúricos de contrabando dentro de la bolsa de nachos: la última fase en el proceso de zombificación al que el cine y la televisión vienen sometiendo al young american, desde comienzos de los ’90.
Dirigida por Jared Hess, que en ese momento contaba con sólo 24 años, y coescrita con su esposa Jerusha (de 23), la película fue una de las favoritas del circuito indie un par de años atrás. Producida por la división cine de MTV, Napoleon Dynamite se presentó en Sundance a comienzos del 2004, se estrenó poco más tarde y estuvo nominada a varios Independent Spirit Awards, el equivalente del Oscar para el campo independiente en Estados Unidos. Por estos días la lanza el sello Gativideo, en VHS y DVD, con el título de Napoleón Dinamita, tan misterioso como el original en inglés. Se supone que es así como se hace llamar el protagonista, y en tal caso el seudónimo permite adivinar el tamaño de sus manías de grandeza, y las distancias entre éstas y la realidad.
Hay mucho de las películas de Todd Solondz (de Welcome to the Dollhouse, sobre todo) y algo de las de los hermanos Farrelly en esta América fea de Jared Hess, de quien en poco tiempo más se estrenará en Buenos Aires su opus dos, Nacho libre, donde Jack Black larga todo y se mete a hacer catch a la mexicana. Antes de Nacho libre, el mundo de las artes marciales aparece ya aquí, representado por Rex Kwon Do, un tipo que la va de machote, promociona sus cursos por la tele y está casado con una travesti. A su gimnasio irá a parar Napoleón, acompañando a Kip, su hermano treintañero, que es como él pero en versión petisa, ceceosa y con bigotitos. No será feliz la experiencia de Napoleón y Kip en lo de Rex Kwon Do.
Nueva vuelta de tuerca sobre el tema de las familias disfuncionales, en Napoleón Dinamita no se hace la menor alusión a los padres de Napoleón y Kip. Da la sensación de que un buen día pa y ma se mandaron a mudar, dejando a los muchachos al cuidado de la abuela. Pero sucede que a Granny le da por hacer motocross en las dunas de las inmediaciones, y termina fracturada y hospitalizada. Para comunicar la noticia del accidente de la abuela llega el Tío Rico, que vive añorando aquellos tiempos idos, en los que soñaba con ser rugbier. Mientras sobrevive como vendedor al timbreo de miserables tappers de plástico, Tío Rico quiere volver el tiempo atrás. Literalmente. Un día fabrica una máquina del tiempo casera, que terminará quemándole el pelo al metido de Napoleón. Una chica que vende unos llaveros horribles casa por casa (y a la vez saca fotos “artísticas”, que van acompañadas de una suerte de visualizaciones new age) y un enamoradizo inmigrante mexicano completan la galería ¿zoológica? de Napoleón Dinamita.
Está claro que la visión que de sus semejantes tiene el matrimonio Hess no se caracteriza por el optimismo ni la empatía. Pero el tono secamente humorístico y la propensión por el absurdo ayudan, transmitiendo la sensación de que todo tiene lugar en un extravagante planeta llamado Idaho. Que tal vez guarde algún parecido con la ciudad del mismo nombre, pero no se trata estrictamente del mismo sitio. Eso sí: el final, en el que el protagonista repentinamente se revela frente al resto del high school como consumado danzarín, bailándose un tema de Jamiroquai como sifuera la reencarnación blanca de James Brown, no tiene nada que ver con el resto de la película y es una concesión totalmente fuera de lugar. Allí, de pronto, es como si Todd Solondz hubiera dado paso a Chiquititas, sumiendo a la película en la incoherencia. Anulando esa escena, el resto es disfrutable. Al menos para aquellos que no pretendan de toda película un desfile de gente inteligente, glamorosa y encantadora, de esos que uno quisiera ser.
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