Sáb 01.12.2007
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Una de espías en la era paranoica

La tercera entrega de la trilogía, dirigida por Paul Greengrass, impone a la saga un estilo innovador.

› Por Horacio Bernades

El 11 de septiembre de 2001 el mundo redescubrió el significado de la palabra paranoia. En ese mismo instante, el cine de espías renacía de las cenizas a las que la pax americana lo sumió, un par de décadas antes. Renacimiento que lleva como nombre el de Jason Bourne, personaje creado por Robert Ludlum y héroe de tres novelas a las que el cine desempolvó, oh casualidad, poco antes de que las torres cayeran para siempre. Tan contemporánea a ello es la saga Bourne, que los productores se vieron obligados a eliminar la explosión que coronaba la primera de la serie. Y de paso postergar su estreno, cuestión de no herir sensibilidades. Finalmente, The Bourne Identity se estrenó a mediados de 2002. Cinco años y tres películas más tarde, con The Bourne Supremacy como bisagra, la trilogía llegó a su fin con The Bourne Ultimatum, cuya edición en DVD el sello AVH pondrá en circulación la semana próxima, acompañada de tantos extras como las anteriores.

Buena ocasión para poner en perspectiva la que es seguramente la mejor saga de espionaje post-Guerra Fría. Sobre todo, teniendo en cuenta que en sus dos últimas entregas, la serie que podría haberle hecho sombra (Misión: Imposible) se volcó definitivamente al formato de acción, lo cual la aleja del cine de espionaje. Pero entonces, ¿qué es lo que define a una película de espías, qué la diferencia de una de acción y por qué la saga protagonizada por Matt Damon es más una cosa que la otra? Básicamente, en el cine de espías la acción pasa más por la cabeza que por el físico de los protagonistas. A este género no lo mueve el músculo sino esos ejercicios cerebrales que son la sospecha, la traición, el doble juego, la paranoia. Y también, cómo no, la máscara, la incertidumbre identitaria, la angustia de no saber nunca cuándo, cómo ni de dónde vendrá la próxima puñalada.

En la serie Bourne, dos palancas narrativas permiten extremar la inestabilidad y paranoia que definen al género. La primera es la amnesia del protagonista, que de a poco deberá ir redescubriendo quién es, a qué se dedica y cómo se llama, como quien arma un complicado rompecabezas. La segunda palanca es la idea del enemigo interno, fantasma básico de los Estados Unidos contemporáneos y, por ende, del cine político actual. Aquí, ese enemigo, enclavado en la CIA, lleva los nombres de Abbott (el personaje del gran Brian Cox) y de Conklin (el no menos genial Chris Cooper). Es claro que la saga mejora a partir de la segunda entrega, pero puede discutirse que esa progresión de menor a mayor se mantenga, de La supremacía Bourne a Bourne: el ultimátum.

La primera, Identidad desconocida, es una buena película de género, pero no escapa de lo convencional. Esto se evidencia en el modo insatisfactorio en que se resuelven las dos mayores imposiciones de producción: la love story del héroe con la chica alemana (que sea una trotamundos no justifica que arriesgue el pellejo como lo hace, cuando el otro no se molesta ni en hacerle un mimito) y la persecución automovilística final, injertada para satisfacer el gusto del público estadounidense por los abollamientos viales. Lo del británico Paul Greengrass, director de La supremacía... y Ultimatum (además de la aplaudida, y tal vez sobrevalorada, Vuelo 93), es no sólo más audaz sino también más astuto, en tanto le impone a la serie un estilo innovador, que le sienta como anillo al dedo.

Ya en Domingo sangriento, crónica política de 2002 que aquí se editó en video, Greengrass había ensayado un estilo semidocumentalista (largos planos secuencia, filmados con muchas cámaras en mano y nerviosamente editados) que permitía experimentar esa reconstrucción de una famosa masacre irlandesa de los ‘70, como si se la estuviera transmitiendo en vivo. La aplicación de esta técnica en La supremacía... da por resultado una película que se vive desde el interior de la revuelta mente del héroe, que persigue a la vez que es perseguido, en ambos casos casi a ciegas. En Ultimátum Greengrass levanta la apuesta, multiplicando la idea de la vigilancia a distancia (y, por lo tanto, los puntos de vista), trabajando casi en tiempo real (como en Vuelo 93) y reduciendo la película prácticamente a tres deslumbrantes seguimientos maratónicos, de alrededor de media hora cada uno. Es justamente eso lo que hace perder de vista el espeso bosque conspirativo en el que el héroe está metido, para quedarse sólo con el árbol físico del jadeo, el seguimiento y el músculo alerta. Así, Greengrass termina también arrastrando hacia el cine de acción una saga que debería seguir dominada por la total incertidumbre mental.

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