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Domingo, 4 de diciembre de 2005

OPINION

Por la libertad de la acción humana

Por Diana Maffia *

Si tuviéramos que elegir un tema central para hablar de Hannah Arendt como filósofa política (contrariando su voluntad de no ser clasificada como tal), sería sin duda el totalitarismo. Es en Los orígenes del totalitarismo donde la autora desgrana sus obsesiones sobre la sociedad de masas, la lógica de la exclusión, el poder como dominio, la ideología que anula individuos y acontecimientos singulares, la conducta en serie de la productividad laboral enajenante. Su esfuerzo filosófico procurará iluminar desde entonces una concepción humanista de la vida republicana que ofrezca un espacio político común constitutivo de la identidad personal y colectiva, del poder plural y consensuado sin jerarquías naturalizadas, la exaltación de la singularidad y las diferencias entre los individuos, la novedad del acontecimiento, la imprevisibilidad y libertad de la acción humana.
Se la discutió como historiadora antes de aceptarla como filósofa, se la aisló como pensadora (por izquierda y por derecha) por haber trazado una equivalencia audaz y escandalosa entre nazismo y estalinismo. La propia comunidad judía consideró imperdonable su paso del concepto de “mal radical” como calificación del genocidio contra el pueblo judío, al de “banalidad del mal” elaborado años después en ocasión del juicio a Eichmann. En efecto, Arendt constató el hecho dramático de que las peores atrocidades y los más aberrantes crímenes pueden ser cometidos por personas completamente normales y dedicadas acríticamente al deber. Toda una inspiración para la “obediencia debida” de nuestras leyes de impunidad recientemente anuladas. Y todo un desafío la irritante afirmación de Arendt de que los propios judíos habían consentido su exterminio e incluso algunos de ellos habían colaborado con las autoridades nazis. Según Arendt, “si el pueblo hebreo hubiese estado realmente desorganizado y sin jefes, habría habido caos y dispersión en todas partes, pero las víctimas no habrían sido casi seis millones” (Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal). Cuando se le reclamó su falta de amor por el pueblo judío (habiendo sido el judaísmo su identidad y su motivación) respondió que nunca en su vida había amado un pueblo o una colectividad, sólo creía en el amor hacia las personas. Consecuente con su pensamiento, sus pasiones tampoco la ayudaron a ganar amigos, sólo a acercarse a la esquiva construcción de un mundo que ella concebía como producto de la diversidad libre de las perspectivas humanas.

* Directora Académica del Instituto Hannah Arendt.

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