MUSICA › OPINIóN
› Por Eduardo Fabregat
Fue el 17 de julio de 1992, en un estadio que todavía se llamaba Obras Sanitarias, y al que aún hoy a la vieja guardia le cuesta mencionar con nombre de gaseosa. Hacía un frío glacial, tan inolvidable como para mencionarlo aquí: esa clase de frío que en el interior de Obras se traducía en pies congelados. Aunque la leyenda posterior hace pensar en un estadio lleno, esa noche había 1500 personas que habían desafiado el sablazo del viento en Libertador para comprobar por sus propios sentidos si lo que se hablaba de La Mano era cierto. En la edición del Suplemento NO del 2 de julio, Mariana Winocur había avisado desde Córdoba que perderse el show en La Vieja Usina era algo parecido a un pecado. El 16, una entrevista de Martín Pérez a Manu Chao en el mismo suplemento dejaba declaraciones coherentes con su discurso de hoy, tocaba el tema del monitor destrozado en La TV Ataca y repetía que había que verlos en vivo.
Había que verlos en vivo: esa Mano en su esplendor, respaldada por la potente trilogía de Patchanka, Puta’s fever y King of Bongo, armó tal fiesta en Obras que al rato nadie se acordaba del frío. Tras la demoledora performance, ese vendaval multiestilístico sin pausas, Manu y sus secuaces gritaron otra vez “¡¡A la cabeza!!” y se zambulleron en un mar de público asombrado y feliz. Pavada de debut para el pequeño y atómico cantante y guitarrista, que inició así una historia de amor con el público local que hoy se traduce en Mendoza al taco, Cosquín Rock al taco, un Club Ciudad al taco, dos Luna Park al taco, la necesidad de miles de ir a ese ritual en el que el goce está garantizado.
Manu Chao ha venido varias veces a la Argentina y nunca quiso alumbrarse con el halo de estrella. Se lo vio en Capital y el interior, conduciendo programas en La Tribu, acercándose al Borda y La Colifata, trabando contacto con militantes libertarios o con amigos de la vida nomás, gente con la cual se lleva bien por afinidades artísticas, humanas, de humor, con la que consume noches de guitarra en mano en la peña. Alguna vez un rocker argentino quiso devaluarlo hablando de sus tarjetas de crédito, abrevando en el prejuicio del público que exige a sus artistas voto de pobreza o algo así. Antes que en el banco, Manu Chao es millonario en la cuenta bancaria de sus canciones, en su fiereza de escenario, en la entrega con la que busca que estrofas y estribillos den cuenta de su alma. En el olfato y la sensibilidad para conectar con gente de todas las edades y extracciones.
Aquella visita con el Cargo 92, desfilando junto a Royal de Lux por una Buenos Aires “que nos hizo pensar que habíamos vuelto a Europa” y luego recalentando Obras, es hoy un mito, y el germen de este romance. “Nos gusta mantener relaciones sanas con la gente”, le dijo entonces Manu a Pérez. En todos estos años, algo debe haber hecho bien este trovador eléctrico para que la gente que busca una relación con él se cuente por miles y miles.
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