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... pasan varios días sin poder escribir. Horas frente al cuaderno, del cuaderno a la computadora, forzadamente, y no lo logro. Nada. No voy al cine desde hace meses pero hoy abro el diario y miro la cartelera. No leo ninguna crítica ni adelanto, pero el título me lo dice todo. Camino cinco cuadras hasta el cine del barrio y compro una entrada blanca que lleva impreso en letras negras: “Sin lugar para los débiles”. En la sala sólo somos cinco personas: dos parejas y yo. La película es tan violenta como trágica, lo que sería casi una definición de mí misma. Desde ese día, entonces, peor. No sale una palabra, nunca más. El miércoles voy por segunda vez en miles de meses al cine. Voy con un amigo que me dice: lo que no me gustó de Sin lugar para los débiles es la moralina, lo políticamente correcto. Es decir: yo no creo que los hermanos Coen miren alrededor y digan: puta, el mundo se está yendo a la mierda. Yo me río, asiento, pero me siento directamente afectada. Siento que no puedo escribir porque tengo que tomar una decisión: ser absolutamente perversa con mi papel testigo, cosa que artísticamente me parece muy interesante, o salirme de ese personaje y decir: bueno, loco, sí, para mí el mundo es una mierda y vivo con esa tristeza siempre. No me parece gracioso, no. Cuando empieza la diversión, el mundo se me cae a pedazos, como una escenografía. Le cuento, también a él, mientras nos tomamos un whisky a la salida del cine, que no sé qué hacer: si contarles o no contarles a las chicas de Portezuelo lo del libro que estoy escribiendo. El me dice:

–No sé qué decirte, porque yo no soy vos... Yo nunca hubiese hecho eso, por empezar.

Tomo un trago de whisky, le pregunto:

–¿En qué sentido no lo hubieras hecho? ¿Porque no te interesa?

–No, nunca habría mentido así. Yo habría llegado y habría dicho: miren, tengo que hacer esto, esto y esto. Digo: la forma de acercarse a los otros es también la forma de acercarse a uno, ¿no? Eso después te vuelve.

Me como la piel del dedo gordo...