MUSICA › OPINIóN
› Por León Gieco
A Sixto lo hubiera conocido de todas formas, pero me llegó a través de un cassette que me pasó un chico que vivía en mi edificio: “Si a vos te gusta el folklore, tenés que escuchar esto”, me dijo. Lo puse y fue como la luz, un descubrimiento importante. Como escuchar por primera vez a Ry Cooder o a Atahualpa Yupanqui, o descubrir que existe la música afgana.
El cassette se llamaba Violinisto y santiagueño, y sigue siendo uno de mis preferidos. Era 1980 y se convirtió en uno de mis cassettes de cabecera. Me acompañó durante toda la gira del ’80 al ’82, en 600 actuaciones por todo el país. Aquel era un momento especial en mi vida, yo venía del exilio y tenía miedo de actuar en Buenos Aires, así que elegí salir a recorrer el país. Fueron miles y miles de kilómetros, en auto y en camión, con cuatro discos de cabecera: uno de Bob Dylan, otro de Mark Knopfler, Renato Texeira y el de Sixto. Estuvimos dos años escuchando eso.
Así que estábamos muy entusiasmados con conocer a don Sixto. Un día, quien era en ese momento director del teatro 25 de Mayo de Santiago del Estero me puso al teléfono con él. Yo estaba muy nervioso, con unos nervios que pocas veces sentí, para mí era como estar a punto de hablar con Bob Dylan o Peter Gabriel. Iba a hablar con un referente musical, que después se transformaría en un referente espiritual, y en un maestro planetario. Me saludó en quichua. Corté y compuse la canción, me salió así, de un tirón: “Don Sixto Palavecino gato escondido de amor, cuando escucho tu violín Santiago es como una flor...”
Ahí él me propuso tocar juntos, y yo no lo podía creer. Armamos un show en un cine en Santiago y fue como romper todas las reglas, porque un músico tradicional se juntaba con un rockero que llegaba de Buenos Aires, ¡y amigo de Charly García! Resultó que ni él era un músico tradicional y nada más, ni yo un rockero convencional. Ahora me doy cuenta de que la mente de Don Sixto iba más allá de cualquier ritmo o estilo, porque él es planetario. Una persona parecida al Cuchi Leguizamón, era del mismo tamaño. Hicimos dos conciertos y volvimos en el ’85 a grabar De Ushuaia a La Quiaca. Ahí él me presentó a Elpidio Herrera, otro grande.
Mientras tanto, en Buenos Aires me habían organizado un estadio para tocar con Mercedes Sosa y Milton Nascimento. Como en ese momento yo no tenía banda, armamos una con Peteco Carabajal, Jacinto Piedra, el gordo Abalos, Elpidio Herrera, Sixto, su hijo Rubén y yo. Ensayábamos chacareras rarísimas. Con Vélez lleno, teníamos miedo de mostrar eso. Así que le dijimos a Sixto que él tenía que subir primero, para bendecir el escenario. Así fue: entró, la gente no lo conocía pero levantó el arco y mostró el alma. Al final del concierto estaba Charly tirado en el pasto: “Estuvo más o menos –me dijo– pero lo mejor de todo fueron los Petecos”. Se refería a la banda, porque al único que conocía era a Carabajal.
A partir de ahí empezamos a grabar y tocar juntos. Hubo experiencias que no voy a olvidar, como cuando estábamos en Atamisqui y Don Sixto me sacó a caminar a la tardecita. Me empezó a hablar en quichua, un idioma que yo no conocía. Fue una experiencia única, como haber estado con un maestro hindú, o con un profeta. Sixto hacía esas cosas, no perdía el tiempo. Un tipo sabio. En todos mis recitales muestro un video con imágenes suyas. Cuando lo ven, siempre se paran todos a aplaudirlo. Bendijo todos los escenarios que pisó. Transmitió bondad, esperanza, lucha, y vida, y eso a la gente le llega.
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