OPINIóN
› Por Daniel Freidenberg *
No es tanto por el que fui a los veinte o veinticinco años –aunque también– que me empezó de pronto a impregnar la triste dulzura de las despedidas esperadas e inevitables, sino, sobre todo, porque habría que ser muy indiferente o muy canalla para permanecer indiferente a lo que tantos quisieron largarse a compartir, apenas supieron que se había muerto Benedetti. Eso sentí, o me hicieron sentir, como quien revitaliza un órgano anquilosado, y varias décadas de reservas se fueron al diablo y entendí bien qué era lo que esa gente estaba llorando y fui y quise ser uno de ellos. Es decir, más o menos el de hace unos cuarenta años. Maravillas o el lado bueno de la vida digital: fue a través de blogs y de Facebook que quienes se despedían de Benedetti me envolvieron en la cuestión. Y me ganaron: no hay manera de mentir tanto ni de fingir tanto, ni con tanta fuerza e intensidad. A esa gente le estaba pasando realmente algo, y eso me importaba y me importa. Algo tuvo que haber hecho ese hombre que acababa de morir para producir ese efecto. No cualquiera toca de ese modo los corazones, y fue impresionante ver reaccionar tantos corazones (sí, escribí “corazones”) de ese modo. Y ese otro amigo que, también en Facebook, no quiso privarse de mostrar su capacidad de “estar en otra cosa” –superior o menos patética– conjeturando que el próximo duelo colectivo será José Narosky, demostró no ser mejor que quien subestima la inteligencia ofreciendo soborno sentimental. Eliminar por despreciable cualquier posibilidad de contacto sentimental, suponer que donde hay “buenos sentimientos” está descartado a priori contacto alguno con algo que tenga que ver con lo verdadero, lo desconocido o lo inusitado es, sencillamente, evitarse problemas por la vía de la simplificación soberbia.
¿Se puede decir que no había posibilidad de esos contactos, de esas decisivas experiencias, en los textos de Benedetti? Es una pregunta retórica. Si conmovió como conmovió, si se lo llora como se lo llora, es porque, además de ser sentimental, cordial, amigable, reparador y “comprensible”, también traía, en medio de todo, “eso”, ráfagas o toques de “eso”, que no es cualquier cosa y que no deja marcas leves, en sus textos. Era, lisa y sencillamente, un escritor. Uno, que lo descubrió en los años en que necesitaba poemas y cuentos que le hablaran casi confidencialmente en nuestro castellano de todos los días, y que fueran pensando casi paralelamente al propio pensamiento para ir aprendiendo a vivir, con una ironía socarrona de amigo de café, y que después, cubierta y sobrepasada ya su cuota de esas necesidades, enfiló hacia Beckett, Saer, Faulkner, Lamborghini o Lezama, redescubre ahora, con su muerte, esas frases, esos toques que solamente Benedetti pudo haber escrito, completamente suyas, aun con el más reconocible de los léxicos y sin apelar a ninguna retórica desconcertante, pero suyas por el giro intelectual y la torsión en el pensamiento, por la “incisión en las cosas” a la que de pronto nos proponía enfrentarnos. Y se lo agradece. Y se siente agradecido de compartir con otros, con muchos, ese agradecimiento. Al fin y al cabo no son tantas las cosas que uno pueda compartir con muchos en estos días.
* Poeta y crítico.
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