RADIO › OPINIóN
› Por Eduardo Fabregat
Entre tanto asombro por lo que conseguía con el espacio radial (¿cómo una persona podía ser tres, cuatro, cinco, y dialogar entre sí y no perder el hilo?), tanto experimento, tanta aparición televisiva, tanto tatuaje en la cabeza, tanto brulote-carne fácil de chismorreos de la tarde catódica, la imagen más potente que le queda a este cronista pasa por una obra pequeña, oscura, hablada íntegramente en inglés, presentada hace ocho años en La Trastienda. My name is Albert... with an A, decía Peña sobre el escenario, con los dedos apenas enlazados en un gesto tímido, síntesis del killer niño que representaba. My name is Albert, repetía Peña, Peña vestido con pijama, y en su mirada se sintetizaba toda la ternura y toda la ferocidad que podía disparar el mismo performer.
En esa pieza coescrita con Ronnie Arias se pudo advertir a un Peña circunscripto a un único personaje, pero eso estuvo lejos de limitarlo. Quizá lo hizo brillar más. Encerrado en una pieza destartalada, con su padre encadenado bajo la cama, trozos de sus víctimas, el dúo cómico de los fetos Bubbles & Beans y la cabeza de su madre, Peña conseguía –como en El niño muerto, otra obra en la que, como en tantas otras cosas, coqueteaba con la Parca– el agridulce milagro de divertir e inquietar, relajar y patear en los huevos, provocar la risa franca y la mueca incómoda. De manera inevitable, el repaso de su persona deberá detenerse en sus posiciones políticas y sociales, en sus raptos de fascismo, en barbaridades que se atrevió a decir. Pero lo que queda de Peña es el artista, esa cosa irrepetible que conseguía al pisar las tablas, al conjurar sus criaturas frente al fierro, al animarse a volar más alto que cuando su ámbito era un avión. Cuando semejante talento se pierde, no hay nada que festejar.
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