Mié 01.07.2009
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LITERATURA › OPINIóN

El triunfo de la escritura

› Por Mario Goloboff *

Uno de los frescos más intensos en los que se dibuja el mundo personal del hombre de este tiempo, sofocado por la ciudad alienante, por los trabajos embrutecedores, por las compañías y amistades innobles, fue trazado por la narrativa rioplatense llamada “urbana” (anticipatoria en muchos terrenos del Jean-Paul Sartre de La náusea), iniciada entre otros por nuestro Roberto Arlt, continuada y enriquecida por el uruguayo Juan Carlos Onetti. Sus publicaciones comienzan con El pozo (1939, presumiblemente escrita, como muchos de sus relatos, en Buenos Aires); vienen luego Tierra de nadie (1941), Para esta noche (1943), otras novelas y memorables cuentos (“El posible Baldi”, “Jacob y el otro”, “Tan triste como ella”, “La novia robada”), en una vasta obra proseguida hasta su muerte, en la cual se mantiene una desusada y pareja calidad, aunque pueden reconocerse altas cimas como La vida breve (1950) y El astillero (1961).

Acaso en El pozo estén ya en germen muchos de los temas y conflictos que Onetti desarrollará después; no casualmente el protagonista “escribe”, y son sus “memorias”, como si esa tematización estuviese conteniendo un destino irrevocablemente asumido. A los cuarenta años, Eladio Linacero, encerrado en una miserable habitación de conventillo, recuerda y relata su fracaso amoroso y vital, apartado de la inútil alegría y del ruido de la calle, refugiado de los contactos vulgares de la casa (“los infelices del patio”). Allí se pregunta también por el propio y enigmático oficio, por sus ventajas y obstáculos, y se dice, como tomando una decisión inalterable: “Es cierto que no sé escribir, pero escribo de mí mismo”.

En La vida breve aparece, por primera vez de manera expresa, lo que será en adelante el núcleo espacial de su narrativa, la inventada ciudad de Santa María, mezcla de Buenos Aires, de Montevideo, de Paraná, de ciudad–puerto, centro geográfico y mítico de una secuencia novelística en la que seguirán cruzándose personajes y vidas que aparecieron antes y que continuarán casi infinitamente. Ese proyecto se ve muy claro en El astillero, negocio en quiebra que concita los aparentes cuidados de un antiguo proxeneta (Larsen), dado a la inútil tarea de salvarlo de la ruina, aunque, desde el principio, el lector es consciente de que la empresa, a imagen del protagonista, está definitivamente hundida. El personaje, cuyo pasado medianamente completo sólo veremos reconstruido después (cuando se publique Juntacadáveres, en 1964) o, mejor dicho, su construcción novelesca, mostrará el método de elaboración fragmentaria, parcial, ambigua, de Onetti.

Siempre será así en sus textos: una mirada no certera, impregnada de indecisiones y de dudas, sigue a sus personajes, casi como esperando que ellos actúen, sin saber bien qué harán. La conducción es insegura, imprecisa, interior. Más que dirigirlos en la trama o que identificarse con ellos, el narrador los acompaña en sus incertidumbres y fracasos. Lo único que triunfa es la escritura, económica, lacerante, dignísima.

* Escritor, docente universitario.

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