Cuando te invitan a un festival en el extranjero, lo que más te conmueve, a menudo, pasa en las calles, en la gente que conocés por ahí, en la alegría, el dolor y la fortaleza que avizorás siempre, tanto en lugares que sentís cercanos como en otros que te parecían, antes de tocarlos, más ajenos. Y sobre todo, en el color y el ritmo del habla de la gente que te rodea, más aún si su matriz es el castellano. De vez en cuando te encontrás con un poeta que ya apreciabas, o con uno nuevo que te sorprende, fuera de los elencos estables. Y te traés libros que difícilmente hallarías en otra parte, libros de poesía contemporánea publicados, casi siempre, por las pequeñas editoriales independientes. Podríamos decir que no es poco. Pero cuando vas al Festival de poesía de Rosario, es otra cosa... Porque sucede en casa y es otro el mambo que bailamos en la pista! Allí se escucha más y con más intensidad. Se escucha a los de afuera en una caja de resonancia diferente, y sobre todo, la atención se afina con tus paisanos, los más viejos, los del medio, y los más jóvenes. Ahí, sos parte del mismo concierto, abrís la oreja o el pico entre los tuyos, y la aventura aumenta, la tensión es más pasional, la frialdad o el aplauso de la audiencia tienen un peso mayor. Te da más miedo y más ganas. El Festival de Rosario es el gran Festival de poesía de Argentina. Lo es desde hace 17 años, y ha demostrado su capacidad continua de renovarse y de convocar grandes audiencias. Es un catalizador que te muestra algo de lo que está sucediendo en muchos sitios del país y de Latinoamérica, y que a veces parece invisible: esa marea de gente que produce por fuera de las industrias culturales que reconoce el mercado o sus instituciones centrales; en el festival se pone el cuerpo y se ven otros soportes para bienes simbólicos imprescindibles, como la poesía, que tajea y sutura constantemente la lengua que hablamos, y haciéndolo revela las mentiras, y también los milagros. Larga vida 17 años. Por algo será.