OPINION
Para sacarle provecho a Rulfo hay que escarbar mucho, como para buscar la raíz del chinchayote. Rulfo no crece hacia arriba sino hacia dentro. Más que hablar, rumia su incesante monólogo en voz baja, masticando bien las palabras para impedir que salgan. Sin embargo, a veces salen y Rulfo entrega entonces menos de cuatrocientas páginas, dos libros que son joyas universales: El llano en llamas y Pedro Páramo. Por algo Pedro Páramo se llamaba primero Los murmullos porque eso es lo que se oye en toda la novela, un rumor de ánimas en pena que vagan en las calles de Comala, el pueblo abandonado. Rulfo se parece a esos hombres temerarios que aceptan la cita del fantasma y se ponen a hablar con él a media noche: “En el nombre de Dios te pido que me digas si eres de este mundo o del otro” y que luego amanecen medio atarantados todavía con el temblor del miedo sacudiéndoles el cuerpo y sin ganas de conversar con los vivos.
El propio Rulfo tiene mucho de ánima en pena y sólo habla a sus horas, en esas horas de escritor serio y callado, rencoroso y triste, tan distinto de todos aquellos que no dejan escapar la menor oportunidad de mostrar su inteligencia. Rulfo siempre tuvo un aire de poseído y se percibía en él la modorra de los mediums, andaba a diario como sonámbulo cumpliendo de mala gana los menesteres vulgares de la vida despierta. Dejaba pasar todos los ruidos del mundo en espera del mensaje preciso, de la palabra que otra vez habría de ponerlo a escribir como un telegrafista siempre en espera de su clave. En sus cuentos han hablado muchas almas individuales, pero en Pedro Páramo se puso a hablar todo un pueblo, las voces se revuelven una con otra y no se sabe quién es quién. Mas no importa, las almas comunicantes han formado una sola: vivos o muertos, los hombres de Rulfo entran y salen por nuestra propia alma como Pedro por su casa.
* Escritora mexicana.
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