OPINION
Aquel enero de 1986 en que Juan murió, yo me encontraba circunstancialmente en México y lo visité un par de veces en su casa de la Colonia Guadalupe Inn, al sur de la ciudad y cerca del llamado Desierto de los Leones. Los Rulfo vivían en un tercer piso que yo conocía muy bien, y allí habían dispuesto su lecho de enfermo en una habitación pequeña, junto a la sala. Era un cuarto despojado y semioscuro, al menos durante las visitas, y Juan estaba acostado en la cama de una sola plaza con cabezal de madera arqueado, alto y oscuro. Solamente parecían brillar las sábanas blancas y la mirada siempre encendida de ese hombre menudo, delgado, que era mi maestro y mi amigo. Había una mesa de luz a su derecha y sobre ella unos papeles en los que había escrito algo, con su letra desgarbada y el siempre infaltable lápiz amarillo, de mina 2B, que eran los que prefería. Hacía tiempo que ya no escribía con lapiceras ni bolígrafos, ni con máquina de escribir. Solamente utilizaba esos lápices flacos, coronados por gomitas de borrar sucias de tanto trajinar. Algún tiempo atrás había comenzado a regalar sus plumas y a mí una tarde del ’84, en la librería El Juglar que estaba a cuatro cuadras de su casa, me regaló su Pelikan a cartucho con tapa metálica diciéndome, con el aparente desinterés con que descomprimía sus emociones, “quizá te sirva ahora que regresas a tu país”.
No leí esos apuntes que él escribía, pero imagino que fueron los mismos que un vecino del edificio vendió (luego se supo que hurgaba en la basura de los Rulfo y extraía los papeles que Juan descartaba) y se publicaron una o dos semanas después de su muerte, creo recordar que en el suplemento “Sábado” del diario Unomásuno y no sin escándalo. Ya he contado que la noche del día en que murió lo acompañé, en silencio, desde un rincón de la Funeraria Gayosso de la avenida Félix Cuevas. Ahí estaban sus viejos y queridos amigos: Juan José Arreola, Tito Monterroso de la mano de Bárbara Jacobs, Edmundo y Adriana Valadés, Elenita Poniatowska, Agustín Monsreal y mucha gente anónima, de evidente origen humilde. Algunos lloraban quedito, como se llora en México cuando se le teme a la muerte, y hacía frío y creo que llovía. Escribí entonces una breve nota necrológica y después, por años, no quise escribir nada sobre él hasta que hace poco empecé a evocarlo como quien escribe la larga y fragmentaria semblanza de un padre amado. Quizás este breve texto, a veinte años de su muerte, sea una parte de ese todo.
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