LITERATURA › OPINIóN
› Por Horacio González
Unas pocas líneas sobre alguien cuya noticia de fallecimiento recibimos hace un instante, son una forma de revisar nuestros sentimientos a veces oscuros sobre lo que leemos o pensamos de los demás. No tuve relación personal con Tomás Eloy Martínez, pero escribí varias veces con reservas sobre su obra. ¿Sería desmerecer lo dicho si la muerte interviene con su dictamen severo, imponiendo un juicio más meditado? Una mayor cuota de celo en lo que se dice obliga a declarar que siempre convivimos en tanto sus lectores contemporáneos con Tomás Eloy Martínez, hasta sus últimos artículos en La Nación, con los que no coincidíamos. Pero no era una “no coincidencia” cualquiera. Era una no coincidencia con el autor de Sagrado, una no coincidencia con el autor de La mano del amo, una no coincidencia con el autor de La pasión según Trelew, una no coincidencia con el autor de las entrevistas que en la Primera Plana de los ’60 daban un toque de renovación cultural con comprobaciones duraderas: Marechal volviendo de Cuba y García Márquez contando que veía a las damas porteñas salir de la feria con Cien años de soledad en medio de las lechugas frescas.
Tomás Eloy Martínez nos conduce a otra de las cuerdas que se intentaron en la Argentina en torno del realismo mágico, llevada con cuidado y circunspección. Creo avizorar ahora que una destreza literaria que llevaba con generosidad a la novela y a la crónica tenía posiblemente –y desdigo un poco lo que antes me pareció que es propio de una muerte que nos alecciona siempre para ser discretos– un empleo que evidenciaba menos riesgos que los que en su máxima expresión el género había requerido. Dos novelas que he mencionado, Sagrado y La mano del amo, separadas por muchos años, ahondan en tramas lugareñas enrarecidas y pasmosas, pero aun en esa primera novela tucumana, que si no me engaño es de 1969, donde la lengua admitía lo intrincado como experimento auténtico, algo difícil de describir impedía que se produjera cabalmente el efecto “real maravilloso”.
Vacilo al escribir esto, pero no siento que la voz que me llama del diario me reclame un pensamiento de circunstancias. Tomás Eloy Martínez siguió los mismos hechos que nos impresionaron a todos. Lo hizo desde afuera de lo que a muchos nos interesaba, y eso sí vale un comentario que me sobresalta ahora. La novela de Perón es quizá su gran obra, superior a Santa Evita y otras del mismo género. El peronismo le provocaba el mismo ramillete de incógnitas que conocemos bien, pero él las llevó en una mochila exterior que sin embargo estaba separada por una membrana de escasa espesura respecto de lo que muchos pensábamos.
Su entrevista con Perón en Madrid tuvo una influencia que quizá no fue valorada enteramente, y La novela de Perón, con todo lo que de injusto puede considerarse en ella respecto de una evaluación más dadivosa de la época, explora la relación del esoterismo con los movimientos populares de un modo original. Y ahí sí debe colocársela en la saga mayor de los Supremos, Generales en sus laberintos y Patriarcas otoñales. No puedo contenerme si ahora digo que Tomás Eloy Martínez actuó en las entrelíneas de los grandes géneros, y dejó entrever un pespunte de Roa Bastos con La novela de Perón o de Walsh con Santa Evita.
Quizá su ética liberal clásica (que es un modo como tantos otros de tolerar a la Argentina) lo llevó a un fastidio que afectó su novelística, dándoles un aspecto irresolutivo a los grandes temas que abordaba. Pero quizás es lo que deseó finalmente, realizar una obra que les advirtiera, incluso a los grandes maestros que él cultivara y a los que en gran medida dio a conocer en el país, que las cuestiones comunes estaban claras, que acaso todos podíamos provenir de la mismas emociones públicas y gustos literarios, pero que en todo había que ser precavido y exorcizar siempre a los demonios.
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