SEMILLERO DE CINEASTAS ARGENTINOS
Las secciones paralelas del Festival de Mar del Plata fueron el ámbito ideal para conocer la producción de nuevos creadores locales. Un mapa de las tendencias –si las hay– para entrever el futuro.
› Por JULIAN GORODISCHER
Desde Mar del Plata
Más allá del brillo de las visitas extranjeras y de los estrenos de la competencia oficial, nuevos directores argentinos llegan al Festival de Cine de Mar del Plata para mostrar su obra en las secciones paralelas: se despliegan todos los matices y registros de la ficción y el documental; alguien podría preguntarse si hay una línea estética compartida, un tema común en el semillero de debutantes o cineastas junior; ¿lo hay? Bastará mencionar la biografía de una coplera norteña (Tengo una pena que es pena, de Lorena García) o el extraño diario íntimo filmado (Mujer sin ‘n’ destino, de Rocío Fernándes) para tomar conciencia de la variedad y la polifonía. Pero, ¿existe un planteo sobre el mundo que los unifique? ¿Hay una tendencia que englobe la producción de los cineastas argentinos del Festival? En la entrevista con Página/12, algunos de los locales se resisten a pensarse en términos teóricos: ¿y si todos se estuvieran rebelando contra los límites que les impone un género?
Sucede en TV Service, de Mariano Cohn y Gastón Duprat, donde el programa de entretenimientos, el casting, la ficción y el documental se entrecruzan para repensar el espacio urbano (aquí, la villa), pero lejos del enfoque testimonial (ese “territorio domesticado” que proponen los cronistas de TV) y más cerca del humor cáustico de un programa como Televisión abierta, ahora en Canal 7. “¿Es un programa de juegos con las hinchadas espontáneas que se arman para vivar a los participantes? ¿O una extraña telenovela transformada por la realidad?”, se pregunta Cohn. Se diluye el género también en el film Porno, de Homero Cirelli, donde la filmación del backstage de una película condicionada sirve para replantear las leyes del documental, fundiéndose con la ficción hasta lograr distanciar al espectador. Y Rocío Fernándes (que es un joven hombre heterosexual) se sumó a ese cruce de una frontera formal para trasladar un género literario (el diario íntimo de una mujer) a la pantalla. No conforme con la transgresión, se presenta como Rocío siendo Diego, habla de sí mismo en femenino y no como una afectación, sino como la adecuación a su obra: desde un varón, se escucha la voz de una enamorada. Su amable parquedad lo limita a unas pocas frases no explicativas pero que iluminan algo de las intenciones. “Recién pensaba que no tengo mucho más para decir/ estoy encerrada en mí misma y eso me re gusta/. Todo es muy accidentado, muy caprichoso/. No hice una película biográfica sobre un grupo de amigos, o un poco sí/ El romance gay es circunstancial.” ¿Y lo central? (Silencio.) El programador Diego Trerotola, de la sección Vitrina argentina, asegura que no hay que leer en la actitud de Rocío (en verdad Diego) una composición “para espantar burgueses”. Su extrañeza sería, finalmente, la adherencia a una posición tomada muy frecuente entre los consultados: no querer interpretar. A reiteradas preguntas sobre cómo debería tomarse su pasaje ficticio al género femenino, Rocío detalla: “Me hago llamar Rocío porque tuve que elegir rápido un nombre y lo relacioné con una plaza de Lisboa y con el romanticismo”.
Los locales reflexionan sobre el género más allá de la trama, cuestionan las categorías estancas de “ficción”, “documental”, “programa de TV”. “Mi película se estructura como una ficción en capítulos, como un intento de despegar al espectador, de recalcarle que, como documental sobre el rodaje de una porno, es una mentira. Cuestiono las leyes del género porque me cierran frente al acto creativo”, asume Cirelli, director de Porno. En el caso de la documentalista Lorena García, la adopción de un punto de vista es un modo de romper con la propuesta de sus precursores: en su retrato de una coplera norteña, en Tengo una pena que es pena, decidió salirse de una línea dominante hasta el momento. Decidió qué y cómo filmar por primera vez con la certeza de lo que no querría hacer... “No quise buscar la cuestión exótica sobre el Norte del país –detalla García–, huí de esa mirada compasiva o deslumbrada sobre cómo viven... No quería hacer un documental informativo sobre la copla, no soy musicóloga; me interesaban historias de mujeres a las que la copla atravesaba.”
Otras veces, la filmación se apoya en la aldea propia, que siempre tiene un magnetismo, como le pasó a Aureliano Barros, director de Proceso, fijado en los secretos y misterios de su propia escuela de cine de La Plata: lo atrajo el pasado de una institución que funcionaba como sede militar... Allí encontró las claves para hacer una ficción: su película se ocupa de un estudiante de cine que filma su película en una escuela en la que funcionó un campo castrense. “No había intención de dejar plasmada una mirada política concreta; esto no es un documental. Las historias muchas veces aparecen sobre la base del entorno cotidiano”, fundamenta Barros. También Rocío Fernándes rodó todo su film amparado en lo que más conoce: convocó a sus amigos –que no son actores profesionales– para los protagónicos, convirtió a sus propias casas en locaciones... Y Sergio Mazza, director de El amarillo, situó la crónica del viaje de un hombre solo en la tierra que lo inspira, y además le concedió al territorio un protagónico por encima del de los humanos. “Tuve una historia personal con Entre Ríos que me fue dibujando como persona –explica–; en esos lugares no se ven afectados por las guerras y las inundaciones del resto del mundo: están contenidos en la cotidianidad, eso que nunca se modifica. Es un entorno en el que los personajes no tienen importancia; es la historia de un lugar en el que la naturaleza es más importante que la gente; lo cual no quiere decir que a la gente no le estén pasando cosas. En la siesta se para todo, y en ese parate del tiempo empiezan a pasar cosas: ¡ves la hormiga!”
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