Mar 15.02.2011
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LITERATURA

Textual

Más de una vez me encuentro diciéndole te acordás de tal y cual cosa, cuando es obvio que la respuesta será negativa, y me impaciento conmigo misma por haberle hecho la pregunta, no tanto por ella, para quien el no acordarse no significa nada, sino por mí, que sigo lanzando estos pedidos de confirmación como si echara agua al viento. ¿Por qué no le digo “sabés que una vez” y le cuento el recuerdo como si fuera un relato nuevo, como si fuera relato de otro que no pide identificación ni reconocimiento? Lo he hecho alguna vez, le cuento cómo una vez fuimos a Buenos Aires juntas y nos pararon en la aduana porque ella llevaba una bolsita con un polvo blanco y los vistas no le creyeron cuando les dijo que era jabón en polvo, usted cree que aquí no hay jabón de lavar, señora, y nos tuvieron horas esperando mientras analizaban el polvo. Ella se divierte, piensa que exagero, yo hice eso, me dice, con retrospectiva admiración. Sí, le aseguro, y otra vez viajaste gratis llevando una estola de visón que mandaba un peletero a una clienta argentina. Y esa vez no te pararon no sé cómo, era pleno verano y vos entraste con la piel puesta. Sigue sonriendo, entre satisfecha y desconcertada.

No puedo acostumbrarme a no decir “te acordás” porque intento mantener, en esos pedacitos de pasado compartido, los lazos cómplices que me unen a ella. Y porque para mantener una conversación –para mantener una relación– es necesario hacer memoria juntas o jugar a hacerla, aun cuando ella –es decir, su memoria– ya ha dejado sola a la mía.

* Desarticulaciones (Eterna Cadencia).

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