TEATRO › OPINIóN
› Por Hilda Cabrera
Del artista que fue Hugo Midón podía decirse que gracias a su creatividad era posible imaginar a un duende escondido en una botella y al mismo tiempo de-sanudar fantasías menos descabelladas y mucho más cercanas a la realidad. Una realidad que este actor, dramaturgo, director y docente sintió en profundidad, sensibilizado –como lo expresó en varias oportunidades– por las difíciles situaciones de distinto orden vividas en la Argentina, incluida la orfandad que periódicamente ha golpeado y golpea a la actividad artística. Se recuerda aquella singular mirada que abarcó al mundo infantil a través de su inolvidable Vivitos y coleando, que fue primero un programa para la TV y más tarde obra de teatro. Ese aire nuevo era consecuencia de toda una vida dedicada al teatro para niños y a la creación de personajes transparentes y audaces. A veces fueron los inspirados payasos de aquel Vivitos... que interpretaron Andrea Tenuta, Roberto Catarineu y Carlos March, donde la música –como lo fue en todas las producciones de Midón– pertenecía a Carlos Gianni. No era extraño entonces que se atreviera con la delicadeza del hombre sabio a rescatar asuntos delicados sin crear conflictos en el niño. El tema de la muerte –por mencionar el que más duele al ser irreparable– se hizo presente en un especial de TV, donde Midón puso el foco en la muerte de la madre de Cenicienta. Es cierto que aquel Vivitos... fue –como se dice hoy– un clásico entre los clásicos, pero este creador produjo otros: La vuelta manzana, La familia Fernandes, Objetos maravillosos (con el Grupo Vocal 5); Cantando sobre la mesa, El imaginario y LocosReCuerdos, entre muchos más. Los payasos habían aparecido ya en Narices, espectáculo de 1983, donde Midón cambió el panorama mostrando a un payaso que no era ése de las bofetadas sino “una imagen del juego en libertad”. Y lo expresó así: “Sentí que debía traducir de alguna manera la alegría de vivir sin miedos. Como salíamos de una época muy oscura, esos payasos tenían que estar cubiertos por telarañas. En un momento, aparecían tres duendes, que eran chicos acróbatas, y les quitaban las telas, tratando de infundirles confianza”.
Sin duda, había creado otros duendes. No eran sólo los fabulados duendes de la botella: “Quería ser un despertar y una esperanza, la de vivir en un lugar donde hubiera más consideración en las relaciones. Siempre quise que los chicos valoraran poder hablar sin miedos”, resumía esperanzado. Toda una declaración de principios en quien no vacilaba en participar de los actos que se realizaban en contra de situaciones injustas, también en el teatro, que comprendía por supuesto al de los chicos y sus intereses, que él relacionaba con las experiencias del día a día. También ése era un aprendizaje que le proporcionaba su público, “de 2 a 90 años”, bromeaba. Un fenómeno único en el campo teatral. “Los chicos –apuntaba– me han demostrado que el espectro de temas que conocen es más amplio de lo que pensamos, y los padres no aceptan cualquier cosa para sus hijos, y los proveen de otros materiales, convencidos de que siempre, aun en los momentos de chatura, algo se puede salvar y afianzar.”
Y a él lo salvaba –decía– el contacto con los chicos, “porque los pibes siempre van para arriba”. A Midón le dolían la pobreza y la corrupción y lo transmitía en algunos de sus espectáculos sin amargar al auditorio. La intención era pelearle al desánimo, incorporando música, de Gianni, y armando temas como “Careteando” y “Al pan, pan”. En aquellas oscilaciones del ánimo descreía de los políticos y proponía más participación: “Creo que la misma sociedad debería rescatar los conceptos de solidaridad y humanidad y barajar de nuevo”.
Lo hecho por Midón ha sido mucho e intenso, tanto en obras propias como en la dirección de espectáculos de otros autores y para adultos, como El grito pelado, de Oscar Viale. Supo crear un estudio que es referente del teatro para chicos y adolescentes, Río Plateado, y producido obras, como Doce mujeres con Angel y Playa bonita, donde sus colaboradores le allanaron el camino para que él no dedicara tanto tiempo a la docencia. En Playa... incorporó una comparsa y le dio otro aire a las canciones y bailes característicos de sus espectáculos. “La playa es un lugar abierto, de libertad”, decía este incansable trabajador de la escena que tuvo entre sus maestros al admirado Oscar Fessler, su recordado profesor en el Instituto de Teatro de la Universidad de Buenos Aires, en los años ‘60. Sin embargo, cuando se le preguntaba si se consideraba un pionero del teatro infantil, eludía la respuesta. Prefería narrar anécdotas de otro tiempo, en las que asomaban nombres queridos, gente que lo había acompañado en el entusiasmo: Héctor Malamud, Alberto Segado, Gianni, por supuesto; Lino Patalano, Margarita Jusid, Leonor Puga Sabaté y tantos otros. Aunque no lo dijera abiertamente, fue un pionero desde La vuelta manzana su estreno de 1970, en el Teatro Regina, donde impactó a un público que quiso acompañarlo y colmó la platea durante dos temporadas.
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