CULTURA › OPINIóN
› Por Marcelo Birmajer *
En la biblioteca subterránea de Hebraica, sobre la calle Sarmiento, a principios de los ’80, antes del retorno de la democracia, leí por primera vez a César Vallejo; el Canto General, de Pablo Neruda, y Mi amigo el Che, de Ricardo Rojo. Con alguno de esos libros, no era buena idea aparecer por el colegio estatal en el que terminé mi secundaria, de modo que los leía allí mismo, en un silencio agradablemente interrumpido por discusiones en idish. Los ancianos que me acompañaban en esas tardes de mi adolescencia leían en idish, también, los ejemplares del Di Presse o Mundo Israelita. Sólo en esa biblioteca pude leer un periódico que cuestionaba la aventura militar de Galtieri en las Malvinas, por medio de un manifiesto que, luego supe, redactó Carlos Alberto Brocatto. El semanario era Nueva Presencia y lo dirigía Herman Schiller. Salir de la biblioteca e internarme en la cinemateca, a ver de nuevo Blade Runner, en un ciclo con otro nombre, o por quinta vez El Padrino, o por primera Nos habíamos amado tanto; era una formación, por entonces inconsciente, que repercutiría en mi vida adulta con mucha más fuerza que cualquiera de los conocimientos que adquirí a conciencia. Le debo a esa biblioteca contenidos que resultaban peligrosos fuera de ella, libros encuadernados en verde y letras doradas y un ambiente hospitalario sin solemnidad. Por eso será para mí un honor abrir con unas palabras la Feria del Libro Judío, junto a la escritora Marta Wolf, en la Sociedad Hebraica Argentina.
* Escritor.
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