Jue 13.04.2006
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OPINION

Joyce y Beckett: dublineses

› Por Patricio Orozco*

Beckett llegó a París a principios de noviembre de 1928, en un programa de intercambio de graduados entre Trinity College y la Ecole Normale. París se había recuperado bien luego de la Primera Guerra Mundial, y los años 20 fueron en general una época agradable e interesante, aunque prevalecía un cierto pesimismo general que estaba casi “de moda”. Un día Beckett fue invitado a una cena en la casa de James Joyce. Joyce era en ese entonces uno de los escritores de avant garde más reconocidos en el mundo, y desde luego el joven Beckett aceptó contento esta invitación. La casa de los Joyce era un lugar alegre, donde no era raro que se pusieran a cantar y bailar. La noche que Beckett fue invitado había otra gente que iba a concurrir a cenar, y Beckett resultó ser el invitado número trece, lo cual creaba un gran problema ya que Joyce era altamente supersticioso, pero otro de los invitados canceló, de manera que este inconveniente fue resuelto. Joyce sin duda causó un gran impacto en Beckett, y pronto empezó a desarrollarse una importante relación entre ellos. Joyce escribía regularmente y las lecturas de corrección se dificultaban cada vez más, ya que él estaba perdiendo casi por completo su visión. Ayudarlo en esta tarea sería una de las primeras tareas que realizaría Beckett para el autor.

Joyce y Beckett tenían muchas cosas en común. Además de ser ambos irlandeses, cortos de vista, políglotas y especializados en lenguas romance, eran agnósticos –aunque utilizaban y estaban muy familiarizados con el lenguaje religioso tradicional que venía de sus familias– y apolíticos, y ninguno de los dos compartía las ideas del nacionalismo que había dominado la política irlandesa durante la vida de ambos. Los dos tenían un interés por las relaciones numéricas, siendo Joyce abiertamente supersticioso mientras que Beckett tenía simplemente gran curiosidad por los patrones de números. Y, además, compartían un gran sentido del humor. No podría decirse que su relación fuese de “almas gemelas” ni que Joyce hubiese visto en Beckett a un discípulo que fuese una gran promesa literaria, pero había comenzado a llamarlo dubliner, lo cual claramente significaba cierto reconocimiento y más confianza entre ellos dos. Aunque Joyce muchas veces aclaraba que su capacidad para querer realmente estaba limitada sólo a su familia. Joyce era muy egocéntrico, y en realidad no buscaba ni necesitaba una relación de gran reciprocidad de afecto y compañerismo, sino más bien rodearse de gente que lo admirara, pero la realidad es que sus necesidades afectivas estaban satisfechas dentro de su familia. Beckett admiraba sin duda a Joyce, y adquirió muchos de sus hábitos: comenzó a usar sus mismos zapatos, a veces iba a bares y pedía el mismo vino –lo que lo llevó a tomar bastante alcohol– aunque, al igual que Joyce, se proponía no tomar antes de cierta hora de la tarde.

Para Joyce, Beckett era un inteligente y eficiente joven irlandés que compartía muchos de sus intereses y visiones de la vida y que le brindaba algo de la admiración que él buscaba, aun a costa –quizás– de perder algo de su propia identidad. Entre Beckett y Joyce, los silencios eran una parte muy importante de la comunicación. Estos silencios que –como Beckett decía– se dirigían entre sí jugaban un rol fundamental. Juntos solían dar grandes caminatas por el borde del Sena, de lo que hay una mención en Ohio Impromptu. Las discusiones con Joyce eran muchas veces filosóficas, y como él era gran admirador de Aristóteles y Aquino, no tenía real respeto por ningún sistema de pensamiento salvo el escolasticismo católico. En parte gracias a esta actitud que observó en Joyce y de sus lecturas de Dante, Beckett se fue volviendo más y más consciente de la complejidad de la teología católica. Esto dejaría una marca importante en el escepticismo y la lógica de su propio trabajo. Aunque Joyce rara vez discutía literatura con Beckett, sí expresó en alguna ocasión su opinión sobre la poesía, la cual, a su modo de ver, debía rimar –con lo que Beckett no estaría del todo de acuerdo– y sólo concebía que escribiese alguien para alguna noviecita o enamorada. Beckett recordaría, luego de la muerte de Joyce, una frase que éste solía decir: “puedo justificar cada palabra que he escrito”, y también que alguna vez habría dicho que Ulysses estaba demasiado construida o elaborada. Joyce varias veces charlaba con Beckett acerca de la incomprensión de su trabajo por parte de la crítica, preguntándose por qué nadie veía el humor en ellas. Curiosamente, Beckett en aquel entonces escucharía a Joyce decir esto sin imaginarse que de alguna manera lo mismo le sucedería a él con su obra mucho más adelante.

* Director de teatro e investigador. Escribe actualmente una biografía de Beckett.

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