OPINION
› Por Miguel Guerberoff *
La academia sueca que acordó en octubre de 1969 el Premio Nobel de Literatura a Samuel Beckett, argumentaba oficialmente que se le otorgaba este premio “por una obra literaria que, presentando nuevas formas a la novela y al teatro, se remonta artísticamente a partir del abandono del hombre moderno”. Estas frases conservan aún hoy un pequeño residuo de contenido. Desde entonces jamás ha enmudecido el coro de admiradores y críticos, sino que cada año sus voces suenan más altas sin que se puedan armonizar en una melodía común. Beckett decía: “Si pudiera expresar el objeto de mi obra en nociones filosóficas, entonces no hubiera tenido motivo alguno para escribirlas”.
Cuando actuamos a Beckett tenemos que olvidar que es un filósofo o un predicador o un sabio, es simplemente un poeta. Y su forma poética no es un mero adorno, un disfraz intencionado de una idea superior, sino una unidad conjunta de la forma de las ideas. A veces uno piensa que las obras de Samuel Beckett son una meditación sobre el desconsuelo. Obras de sufrimiento. Sus personajes muchas veces son ciegos, paralíticos, pasan la vida en una cama, en silla de ruedas, encerrados en tachos de basura, en urnas, se arrastran por el barro, están enterrados. Son vagabundos en el mejor de los casos. Siempre son marginados. Ese mundo despojado, representado en forma extrema, es una suerte de pesadilla que es posible como si fuera el sueño de un idiota.
Confesaba Beckett: me interesa la forma de las ideas y recordaba con ironía un aforismo latino “No desesperes; el buen ladrón se salvó. No te regocijes, el mal ladrón se condenó”. Lo atrapaba la forma de estas frases, como hoy a nosotros nos captura y nos regocija su teatro, su poesía, sus novelas. Por eso celebramos su nacimiento.
* Director de teatro y actor.
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