OPINION
Hoy voy a hablar de los cafés de la revista (porque debo aclarar que para nosotros la revista era un puro presente, la designábamos así, la revista, y todos sabíamos de qué estábamos hablando). Hubo muchos: el Chamberi, de Córdoba y San Martín, al que fuimos mientras se ensayó y se daba El otro Judas en el teatro Los Independientes; el Canadian, de San Juan y Boedo, sucursal de esa casa inolvidable en Maza 1511 donde de noche, mientras la tía de Castillo dormía en el otro cuarto, entre maniquíes y la máquina de coser, sobre una Underwood viejísima, Battista, Castillo y yo discutíamos y nos reíamos muy bajito mientras le dábamos forma a lo que después iba a ser la revista; La Paz, donde, agotados después de haberla distribuido, nos instalábamos para darnos el gusto de ver a la gente leyéndola. Hubo más cafés, pero sobre todo hubo tres, los de los viernes a la noche: el Café de los Angelitos, al que entré por primera vez a los dieciséis años un anochecer de enero de 1960 y en el que conocí a Humberto Costantini, a Roberto Santoro, a Juana Bignozzi; donde casi muero de un ataque al corazón el día en que vi al gordo Liberman (que en mi imaginario adolescente figuraba como El Poeta del Grillo) mandarse un sánguche de matambre y un vaso de vino con soda; donde, entre discusiones apasionadas a las que yo asistía muda y voraz, aprendí quiénes eran Sartre y Arlt y Borges, y también aprendí el rigor y la locura que hacen falta para escribir un cuento. El Avenida, donde se inició El escarabajo, y al que llegó Vicente Battista con un cuento malísimo y lleno de talento, y también llegaron Ricardo Piglia y Miguel Briante. Y el Tortoni, un reservado bien al fondo del Tortoni por donde pasó buena parte de la literatura argentina y en el que cantó, sólo para nosotros, una tucumana de voz increíble a la que entonces solo llamábamos la Negra; que fue visitado por otra Negra mítica, Egle Martin, y en el que un día silenciosamente apareció una chica sin que ninguno de nosotros, ni siquiera Castillo, adivinara que venía para instalarse en la historia de él, en la revista y en la literatura: Sylvia Iparraguirre. La vida pasaba por esos cafés mientras hacíamos la revista. Su historia, y buena parte de nuestra historia, podría contarse a través de esos espacios amables y cargados de sentido que son los cafés.
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