CINE › OPINION
Caseros no es un documental, es la historia de una perversión, ni la más importante ni la más trascendente de la dictadura militar, pero que muestra de modo transparente en qué consistió: violencia cruda y aterrorizadora que pretendía negar su existencia. A tantos años de aquella experiencia carcelaria, me sigue impresionando la profunda inmoralidad de los que detentaban el poder. Si una clase dominante no quiere cumplir las mismas normas que ella dicta, trasmite a la sociedad una profunda enfermedad social. No sólo represión, no sólo individualismo, indiferencia, explotación, sino incapacidad de expresar qué se quiere, qué no se quiere, pérdida de sentido, en suma.
Es lo que trasmite la película, cierto que no contado por los represores, lo que hubiera sido asombroso, sino por los que sufríamos esa estadía en una cárcel que se pretendió a sí misma como un modelo para impedir subculturas carcelarias, para impedir que fuera una escuela de delincuencia, y se reveló como un repositorio de dolor y de soledad.
A tantos años, podemos decir: no nos destruyeron. Aquella situación que parecía una derrota total se convirtió en una reserva de sueños que hoy prosiguen. Allí se forjaron amistades y lealtades excepcionales, allí se conocieron los sentimientos más extremos.
Resulta pedagógico verla: la historia contada por los presuntos vencidos trasunta pasiones que vencieron a la burocracia carcelaria. Cada testimonio es distinto, pero conlleva un humanismo que sólo existe entre los que sufrieron mucho. Después de todo, es bueno en estas épocas revivificar la esperanza. Es la venganza de la vida. Nuestro mundo renace, a pesar de todo.
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