CULTURA › OPINIóN
› Por Ana Padovani *
Hablar de Dickens es hablar de mis primeros recuerdos como lectora, es evocar aquel mundo privado y gozoso donde viajaba, volaba, lloraba, soñaba, conducida tan sólo por la voz que salía de aquellas páginas y que prefería a cualquier otro juego. Recuerdo las siestas en que hurgaba los libros que se leían en mi casa. Más de una vez me sacaron a Somerset Maugham, pero afortunadamente me permitieron, y hasta me propusieron, a Dickens, de quien me hice rápidamente fanática. Recuerdo las tardes de verano en que me resistía a salir porque no podía desprenderme de las andanzas y desventuras de Oliver Twist con Mr. Fagin o de David Copperfield con Uriah Heep. Recuerdo la ternura que me producía Pegotty, las sonrisas con Mr. Pickwick, las lágrimas con la pequeña Nell o con Nancy y Sacks, la comprobación del mundo duro y hostil de quienes no tienen trabajo, ni casa, ni familia. Su sensibilidad social le permitía mostrar toda la dureza de la vida en la sociedad industrial y el rigor de las costumbres de la era victoriana.
Tal vez el paso del tiempo o las posteriores lecturas hicieron que al volver a aquellas páginas esboce alguna sonrisa frente a la profusión del melodrama. Sin embargo, no puedo menos que sentir cierta nostalgia frente a la “inocencia perdida”, añoro aquella deslumbrada felicidad que inexorablemente ya no vuelve. Pero Dickens sigue presente en mi vida. Hace unos años hice un viaje a Londres por razones de trabajo y no contaba con tiempo para recorrerla; pero, siguiendo mi secreta admiración y tal vez queriendo recuperar aquellos entrañables recuerdos, fui a visitar su casa convertida en museo. Me pasé un día entero sin poder salir de allí, era como reencontrarme con viejos amigos, con los muebles, los objetos, las fotos familiares, su esposa, su cuñada muerta, los personajes de sus libros, todo me era atrapante y a la vez familiar. Pero lo que más impresión me produjo fue tomar mayor contacto con su faceta como lector de su obra, con lo que hacía verdaderos espectáculos. Pude allí ver el desk que se había hecho construir para que se pudiera ver la expresividad de su rostro, que parece era fundamental. Transportaba todo, desde los libros hasta la ropa, en un mueble-valija que también había mandado hacer. Hurgué en sus textos, en sus cartas y pude comprobar, sobre todo, que sin duda era un gran actor, capaz de representar sus personajes y sus historias con toda la carnadura y pasión con que los había concebido en su escritura. Los llevaba consigo y con su poderosa imaginación los hacía vivir a través de su relato.
Descubrir y comprobar ese costado de su persona y de su obra profundizaron aún mi admiración y, salvando las distancias, me sentí identificada en ese deseo del contacto directo con el público, de encontrar, a través de la narración de historias y de la interpretación de personajes, el maravilloso juego que propone la representación de la fantasía.
* Narradora oral y actriz.
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