La mayor parte de quienes aparecían en esas fotos se difuminaba en una multitud de rasgos indiscriminados, con el fondo de una sucesión de escenarios imposibles de establecer sin un esfuerzo de la memoria: Chipre, Vietnam, Líbano, Camboya, Eritrea, El Salvador, Nicaragua, Angola, Mozambique, Irak, los Balcanes... Cacerías solitarias, viajes sin principio ni final, paisajes devastados de la extensa geografía del desastre, guerras que se confundían con otras guerras, gente que se confundía con otra gente, muertos que se confundían con otros muertos. Innumerables negativos entre los que recordaba uno de cada cien, de cada quinientos, de cada mil. Y aquel horror preciso, inapelable, que se extendía por los siglos y la Historia, prolongado como una avenida entre dos rectas paralelas larguísimas, desoladas. La certeza gráfica que resumía todos los horrores, tal vez porque no existía más que un solo horror, inmutable y eterno.
(De El pintor de batallas, Ed. Alfaguara.)
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