Sábado, 6 de mayo de 2006 | Hoy
OPINION
Por Jose E. Milmaniene*
Asistimos a una fuerte crítica al psicoanálisis y a la figura de su genial creador. Las tecnologías psi se hallan preocupadas por aliviar el sufrimiento de los pacientes y se abocan a suprimir los síntomas que los aquejan. Basadas en el empirismo y en el modelo positivista médico, se ufanan de la rapidez y eficacia de sus métodos para erradicar los síntomas y las somatizaciones, apelando al arsenal psicofarmacológico y a métodos conductistas. Frente a la eficacia y la rapidez en lograr la ansiada supresión sintomática, denuncian al psicoanálisis como un método lento, de escasa operatoria, que insume un largo esfuerzo destinado generalmente al fracaso. Además alegan que el psicoanálisis carece de estadísticas que validen su proceder, y que no deja de ser nada más que una práctica inefable, abierta a los extravíos de la subjetividad de quien lo practica.
Este modo de la crítica porta un núcleo de verdad: nadie discute la eficacia de otras prácticas para erradicar los síntomas neuróticos y/o psicóticos. ¿Quién a esta altura de la historia de la psiquiatría discutiría el valor de los ansiolíticos para el control de la ansiedad, de los hipnóticos para mitigar el insomnio o de los antidepresivos para regular los estados de ánimo? Además, ¿por qué habría de ser su uso incompatible –si se los aplica instrumentalmente– con el desarrollo de una eventual cura psicoanalítica?
Para los psicoanalistas, no se trata sólo de la mera supresión sintomática, ni del logro de una estabilidad asentada en el andamiaje psicofarmacológico, ni de una corrección conductual basada en la reeducación cognitivo-conductual. Se trata de otra cosa: del reordenamiento simbólico de un sujeto que por no poder hablar se expresa con los síntomas; y la supresión de los mismos, si bien es deseable, resulta insuficiente, y hasta puede configurar un modo de “huida a la salud”, utilizado para no cuestionarse los conflictos encubiertos del que padece. Si los síntomas son expresión de conflictos inconscientes que no logran ser tramitados simbólicamente, su forzada erradicación suele dejar intocado el núcleo generador de la problemática que los causa. De modo tal que el sujeto sufre igual, sólo que sus conflictos resultan soterrados y encubiertos, y por eso las recaídas son frecuentes o bien se generan renovadas expresiones sintomáticas.
Pero el problema central reside que cuando sólo se logran acallar los síntomas, se suele perder la ocasión de plantear la pregunta por la causa, así como la posibilidad de encontrar razones que den cuenta de las motivaciones inconscientes del sufrimiento. De modo tal que no se le ofrece al sujeto la posibilidad de subjetivarse en la palabra y a través de ella, de aprender a dialogar y a expresar sus conflictos mediante el lenguaje, único modo de acceder al registro de la libertad responsable y a las decisiones del acto transformador. La cuestión de la cura se debe plantear entonces en términos éticos y no meramente instrumentales. ¿Ayuda mi práctica a situar al sujeto en el registro ético de hacerse responsable de su deseo, luego de anoticiarse de él? Subjetivarse en y por la palabra exige mucho más que la mera supresión sintomática, la que suele implicar la recuperación de cierto equilibrio, el que ya era una forma de la enfermedad y de la impostura, quizás encubierta por la victimización y los beneficios secundarios de todo enfermar.
La exclusiva supresión sintomática permite evitar los sufrimientos que acarrean los síntomas, aunque merced a esta estrategia se suele perder la oportunidad de abrir el discurso en torno de las fisuras ontológicas y los desgarramientos subjetivos, a través de los cuales se pueden instalar las preguntas, y plantear así las contradicciones y los conflictos de los cuales los síntomas son expresión.
* Secretario científico de la Asociación Psicoanalítica Argentina.
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