TELEVISION › LAS DIFERENTES MASCARAS DEL CAPOCOMICO
› Por Julián Gorodischer
“¿Surgirá otro Porcel?”, preguntaba ayer, desconcertado, el corresponsal del diario mexicano La Jornada. Imposible. El rey de los ’80 fue el síntoma de la década previa al reality show; la época de su consagración (con Las gatitas y los ratones de Porcel, en la TV, y Los colimbas se divierten, Rambito y Rambón..., El profesor punk en cine) lo encontraba en tándem perfecto con Alberto Olmedo rindiendo culto a la espontaneidad, cortando el rígido corset del sketch dominante en Mesa de noticias, La tuerca, Hiperhumor y Calabromas con una miradita dirigida hacia la cámara, un piropo procaz a la gatita Sandra Villarruel, en la tele, o a la figurita decorativa Adriana Salgueiro/Mónica Gonzaga en las películas. Cuando en la televisión no existían personas comunes, en un tiempo en que regía lo guionado, lo posado, lo arquetípico, Porcel se tentaba a cámara en la piel de una de las primeras travestis televisivas, aquella ama de casa de batón floreado llamada La Tota.
Porcel simbolizó a la persona común cuando hablar de reality show hubiera sido una fantasía futurista. Eran los ’80, y dominaba el macho capocómico de teatro de revista, y el paso de comedia armado con rutinas fijas (el manoseo a la bebota, el arqueo de cejas de Gianni Lunadei en Mesa de noticias, el desnudismo interruptus de la tana Noemí Alan entre los uruguayos de Hiperhumor...). Porcel se desmarcaba de esa racha de risas de diseño, con su desprolijo ir y venir, su cortejo indecente a la vedette calcada una de otra, o el travestismo disfuncional de una “montada” con voz de hombre. Entre el localismo exagerado de la tele de la época con el artesanato fatto in casa del infantil Aprendijuegos o de Carozo y Narizota, allí donde mandaba la defensa de la mesa familiar en De carne somos y Calabromas, Porcel encarnó (junto a Olmedo) el brazo armado de la euforia sexual posterior a la dictadura, que tenía poco de promoción de un sexo libre, sin prejuicios, y mucho de los peores vicios de entonces: la exaltación del trabajo sexual, la cosificación de las gatitas, la concepción de un travestismo para tentar al general (desde Los colimbas se divierten a La Tota) más que como digna elección de vida.
Allí, en Las gatitas... se hablaba de cosas sucias, se nombraba el sexo, se mostraban culos y tetas en un musical, se representaba al hombre gordo y caliente, lo más parecido al “Sátiro” que haya dado la TV. Si su pariente cercano, el manochanta de Alberto Olmedo, era un típico macho alzado, Porcel era un erotómano disfuncional, como un valijero o un mirón sin oportunidad de concretar: fue una pequeña revolución en el humor acostumbrado a emparejar y reproducir. De entre los muertos, Tato Bores encarnaba a un asexuado, anulado el mirar o el referir al deseo detrás de la verborragia y el peluquín; Olmedo tocaba a las bombas sexuales de la época (Beatriz Salomón, Adriana Brodsky, Susana Romero) y se revolcaba en la dos plazas; Francella en los últimos ’80, Juan Carlos Mesa, Juan Carlos Calabró, Minguito, los “uruguayos” se amparaban en familias numerosas, clanes fraternales o primeros amagues de un costumbrismo que estallaría con la aparición de la usina Pol-ka. Porcel era otra cosa: traía a la Argentina el modelo importado de la guarrada a lo El show de Benny Hill, las desnudaba para comprobar su condición de loser mucho antes de que Pettinato glamourizara al perdedor.
De los capocómicos, fue el más internacionalista: en duplas adaptables a la de El gordo y el flaco (con Olmedo, Rolo Puente, rodeado de nínfulas sobadas como su primo Benny Hill), luego travestido a trazo grueso con disonancias múltiples respetando otro boom de la década, el de la mujer/macho Tootsie, de Dustin Hoffman. Porcel, en los ’80, empezaba a desmarcarse de su condición de bufón del poder de turno (en la dictadura, a las órdenes de los cineastas Enrique Carreras y Hugo Sofovich) y potenciaba todos los recursos de la comedia demagógica: guiño al varón del otro lado, cultor de la escena calenturienta. Lo que él encarnó, hoy domina: la pura espontaneidad del ciudadano común hecho estrella repentina, el fin del sketch... Si los que hacían reír en los ’80 (Tato,Olmedo, Calabró, el propio Mesa) se hacían fuertes en una habilidad única, en un talento o técnica que los distanciaba de la masa: hablar rápido/ mutar de un personaje a otro/ reflejar lo barrial-coloquial/ guionar remates-chiste..., Porcel era menos aprehendible: combinaba la falta de una habilidad obvia, la irrupción de un cuerpo gordo, deforme, el habla arrastrada que iría haciéndose imposible junto a la conversión a evangelista ya en Miami. Si sus pares eran la representación de una coherencia (dar más de lo mismo, probado, recibido con ansia), Porcel variaba de perdedor a dueño de peluquería, de mujer de barrio a señor de smoking sin que uno dominara sobre los otros. Fue generoso con la gatita, beneficiada con un musical lujoso, pero nunca fue solamente eso: luego ellas recibían, invariablemente, el látigo del amo.
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