LITERATURA › OPINIóN
› Por Eric Nepomuceno
En aquellos tiempos de vértigo, cuando Eduardo Galeano dirigía la revista Crisis, había una figura que, para mí, parecía envuelta en un aura de misterio: Héctor Tizón. Yo tenía 25 años. Cada tanto, Eduardo me citaba para almorzar con Mario (y era Benedetti), o tomar un café con Augusto (y era Roa Bastos), o para saber noticias del Viejo (y era Onetti), y a veces para ir comer a lo de Haroldo (y era Conti). Pero jamás pude atender a los llamados para conocer a Héctor (y era Tizón). Leí sus libros que sonaban a voces del desierto y de la soledad, oí las historias que Galeano me contaba, adiviné cómo sería la casa mítica de un lugar llamado Yala.
Nos conocimos finalmente en Madrid, a fines de 1976, recién salidos los dos de una Argentina despedazada, extranjeros los dos, él de Yala, yo de Brasil. Nos encontramos y fue para siempre. Durante los tres años que viví en España nos veíamos todos los fines de semana, cuando Flora y él venían a la casa donde Martha y yo vivíamos en los alrededores de Madrid. Y luego, cuando Héctor alquiló una casita en Cercedilla, al otro lado de la sierra, igual nos veíamos a menudo.
De aquellos tiempos quedó sellada una amistad fraterna que ahora, cuando Héctor cometió la suprema indelicadeza de abandonarnos de una vez, se transformará en algo intocable en el terreno de mi memoria más profunda.
Habrá quien hable de sus libros, de su prosa escueta y rigurosa, cargada de silencios y nostalgias afiladas como el agua. Habrá quien mencione la estatura de ese escritor superior, de la belleza y de la dimensión de una obra tan singular.
Yo quiero hablar de un hombre suave y digno, dueño de una melancolía callada y de una de las sonrisas más claras y conmovedoras que he visto jamás. Oigo su voz con la cadencia de los tiempos, recuerdo aquella entereza cada vez más escasa en los días de hoy, sé de su generosa solidaridad, ese hermano mío que era pura integridad y que vi por última vez hace ahora exactos dos años, en la Yala mítica de sus recuerdos.
Y me acordaré para siempre de sus frases certeras, que tenían la calidez del sol de invierno en sus parajes.
Oí la última de ellas cuando volvíamos en coche de Yala a Jujuy. Al pasar por un río me contó que allí se juntaban las aguas de dos ríos angostitos: las claras de uno, las oscuras de otro. Y que al juntarse hacían un solo río que reflejaba las dos caras del destino, y se tornaba oscuro como la vida con el paso del tiempo.
Fue cuando supe que Héctor empezaba a prepararse para la noticia que me llegó en la mañana de ayer, para la despedida a la cual me niego.
No habrá despedidas, hermano. Seguirás aquí, al lado mío, para siempre.
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