CULTURA › OPINIóN
› Por María Pía López *
De Borges se ha dicho que fue el último escritor del siglo XIX. A su última novela Viñas la llamó Tartabul y le puso como subtítulo Los últimos argentinos del siglo XX. El que recibe ese apelativo se convierte en una suerte de testimonio, en parte resto anacrónico para el presente que así lo nombra, en parte culminación fundamental del momento anterior. David, en Tartabul, hizo de las ideologías del siglo XX la materia balbuceante de una murga de locos, combatientes, fracasados, enfáticos, heterodoxos. Atrás de esa obra tenía su sutil y confrontativa lectura de la literatura argentina –en la que brillaba Los siete locos de Roberto Arlt, el mayor antecedente de Tartabul–, pero también un siglo de insurgencias y derrotas. Viñas escribía contra el cierre del horizonte histórico de la revolución, o escribía, precisamente, desde la conciencia de ese cierre, sin que la certeza de lo que ocurría se convirtiera en afirmación reconciliada del presente. En la novela están los retazos tartamudeados de las revoluciones perdidas y los juegos poéticos de las vanguardias. Testimonio y culminación, entonces.
Podría decirse de Viñas: el último argentino, en tanto vivió con precisión y riesgo la inmersión en una cultura nacional a la que no privó de la pasión crítica. O, como de sus personajes, el último del siglo XX, porque finalmente encarnó con contundencia impar el modelo de intelectual que parió el siglo. Esa figura en la que se enlazaban política y escritura y en la que ningún acto literario podía concebirse por fuera del juicio de la historia. Lo hizo, pero no al modo de los encadenamientos consabidos o de las tomas de posición que sitúan a cada quien en la correcta lista de firmantes. Lo hizo con el despliegue de una lengua personal y de un arte dramático que brillaba en bares y aulas. Lo hizo con pasión de temerario, con descuidada injusticia, con fervor de creyente.
Sin Viñas mucho nos empobrecimos. O, mejor dicho, muchos somos más pobres sin sus palabras, sin sus ademanes, sin la potencia de sus alertas, advertencias y entusiasmos. Un trozo entero de la cultura argentina se desvaneció con su muerte, de allí la justicia en considerarlo uno de los últimos en cultivarla. No estamos a la puerta, en las Jornadas que realiza la Biblioteca Nacional, de un homenaje. Más bien, se procura una reflexión acerca de esa zona y de la búsqueda, en ella, de los rescoldos de un estilo de pensamiento que puede ser avivado, un estilo hecho de compromisos, belleza, esfuerzo y negatividad. Porque si somos más pobres sin David, nuestra cultura es más mezquina si no se persevera en la crítica.
* Directora del Museo del Libro y de la Lengua.
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