CINE › DAVID CRONENBERG VOLVIó A LLEVAR A LA PANTALLA GRANDE LO QUE SE CONSIDERABA UNA NOVELA “INFILMABLE”
El director pensó Cosmópolis como una “traducción” del libro de Don DeLillo al lenguaje del cine. Y asegura que eligió a Robert Pattinson como protagonista porque es imposible sacarle la vista de encima. “No hace falta ser una adolescente para que suceda eso”, bromea.
› Por Bruce Silverstein
Una de las novelas más ambiciosas del neoyorquino Don DeLillo, Cosmópolis (2003), es algo así como un viaje al corazón de lo que el autor llama cibercapitalismo, representado por un joven genio de las finanzas llamado Eric Packer, capaz de ganar o perder miles de millones de dólares sin tocar un solo billete. Dos detalles convertían Cosmópolis en una de esas novelas a las que muchos consideran “infilmables”: el hecho de estar casi enteramente hablada, y el de transcurrir casi en su totalidad adentro de la limusina tecno del protagonista.
Pero parecería que no hay novelas infilmables para David Cronenberg, que veinte años atrás se había atrevido ya con Naked Lunch, bastante más escarpada que ésta a la hora de llevarla al cine. En la entrevista que sigue, el realizador de La mosca explica qué lo motivó para afrontar este desafío, cómo encaró la adaptación (él mismo escribió el guión), por qué considera que no hay nada más cinematográfico que un diálogo, qué opina sobre el abuso de la voz en off en el cine contemporáneo, cómo se las arregló para no hacer una sola concesión a la hora de filmarla y por qué la elección del ídolo adolescente Robert Pattinson para el papel de Eric Packer representa, para él, todo lo contrario de una concesión.
–Una vez más filmó una novela “infilmable”.
–En realidad todas las novelas son infilmables, porque así como están no pueden filmarse. La literatura y el cine son cosas distintas, por lo cual necesariamente para “filmar una novela” hay que “traducirla” a cine. A la hora de adaptar una novela, mi mantra siempre fue: “Para ser fiel al libro, es necesario traicionarlo”. Hay que crear una cosa nueva, en la que resuenen el tono, el feeling o la textura de la novela. Esa ha sido siempre mi política, desde La zona muerta, que fue la primera novela que llevé al cine.
–¿No temió que el exceso de diálogo convirtiera a Cosmópolis en lo que suele llamarse “veneno para la boletería”?
–Siempre la pensé como una película de arte, sin concesiones que la hicieran más “accesible”. Los diálogos eran, para mí, el bastión de la película, y no pensaba tocarlos ni “airearlos”. Aunque por momentos cueste seguirlos. Creo que lo mejor es dejarse arrastrar por ellos, como si se tratara de música, y “pescar” lo que pueda pescarse en el camino. En tal caso, quien tenga deseos de hacerlo puede ver la película por segunda vez, y allí estará más en condiciones de seguir estrictamente lo que se dice.
–Tal vez sea más importante cómo funcionan dramáticamente que lo que se dice en ellos.
–¡Exacto, de eso se trata! Es como en un tecnothriller o una de ciencia ficción, donde el espectador no especializado tal vez entienda poco las referencias técnicas. Lo que importa es lo que produce eso de lo que se habla. Aquí es lo mismo. Cuando el personaje de Samantha Morton explica al protagonista el futuro del capitalismo, no importa que entendamos hasta el último detalle: importa la excitación que ese panorama le produce al protagonista.
–¿Qué criterios adoptó a la hora de encarar la adaptación?
–Cuando leí la novela, lo primero que me llamó la atención fueron los diálogos, que me parecieron extraordinarios. Con Don DeLillo pasa algo semejante a lo que sucede con Harold Pinter o David Mamet: son capaces de escribir diálogos que suenan como la gente habla, pero que a la vez son muy estilizados. Y que tienen un ritmo propio. Así que me propuse trasladarlos tal como estaban, sin tocar una línea.
–¿Y en cuanto a los monólogos interiores y reflexiones filosóficas?
–Me planteé algo parecido a una operación quirúrgica: extirpar del cuerpo de la novela los diálogos “limpios”, tratando de no tocarlos, pero intentando dejar afuera los soliloquios del protagonista y reflexiones filosóficas, lo cual sí me parecía que no podía ser trasladado al cine.
–¿No tenía miedo de que le quedara una película muy “literaria”?
–En principio no, porque pienso que no hay nada más cinematográfico que el diálogo. Pero para verificar si funcionaban debía proceder de modo experimental. Lo primero que hice fue transcribirlos al formato de guión, con descripción de escenas, acciones, personajes, para ver cómo quedaban en ese nuevo contexto e imaginar cómo sonarían en boca de los actores. Me llevó una semana escribir ese primer guión. Al cabo de ese lapso lo leí y me pareció que de ahí podía salir una buena película. Es más: me pareció que así como estaba, el guión ya estaba perfecto. Así que prácticamente lo rodé tal cual.
–¿Por qué le parecía que los soliloquios no eran trasladables?
–Porque es difícil no hacerlo mediante una voz en off. Y el abuso de la voz en off, tan frecuente en el cine contemporáneo, me parece patético. Es una voz que nos va contando el cuentito como cuando éramos chicos y nos leían en voz alta, antes de dormir.
–Es un uso perezoso de la voz en off, ¿no?
–Es básicamente no tomarse el trabajo de trasladar de un medio a otro. Son medios distintos, exigen un trabajo de traducción. Si no queda una cosa que no es ni la novela ni tampoco una película.
–¿Eso lo llevó a eliminar el formato de diario, que estructura en buena medida la novela?
–Sí, claro. El único modo de transcribir un diario literalmente es mediante su lectura en off, y eso no me parece cinematográficamente interesante. Así que reemplacé el diario por la presencia y la acción del personaje que lo escribe, que es la Némesis del protagonista.
–La otra gran apuesta de la película es hacerla transcurrir casi íntegramente dentro de la limusina del protagonista.
–Así es. Y así tenía que ser, ya que esa limusina es su mundo propio, su mundo privado, donde hace orbitar a quienes lo rodean. Es como una abstracción, un mundo fuera del mundo, una burbuja. Una burbuja tecno, diseñada para el placer, donde no llegan ni las imágenes ni el sonido del mundo exterior. Es la representación de la clase de relación que los protagonistas establecen con el mundo. Es un mundo virtual, así como es virtual la relación del protagonista con el dinero: él hace negocios por miles de millones de dólares sin manipular dinero.
–¿Se le hizo complicado filmar tanto metraje en un espacio tan reducido?
–No, todo lo contrario, me resultó muy estimulante. En verdad ya había advertido, en ocasiones anteriores, que me gusta filmar en espacios cerrados, porque ayudan a concentrar la intensidad dramática. Y a la vez te obligan a ser creativo en términos visuales.
–¿Tomó como referencia algunos films recientes que también trabajan los espacios cerrados, como Líbano o Enterrado?
–Tenía muy presente Líbano y también la alemana El barco. Les pedí a los miembros del equipo técnico que las vieran, básicamente para que comprobaran que era posible hacerlo, y que si se hace bien el resultado puede ser muy bueno.
–¿Qué lo llevó a elegir como protagonista a Robert Pattinson, a quien la saga Crepúsculo convirtió en una celebridad?
–Que cuando lo vi me interesó como actor. Tiene un rostro que hace que uno no le pueda sacar la vista de encima. Y no hace falta ser una adolescente para que suceda eso (risas). Me refiero a que tiene algo magnético, algo que atrae la mirada. Y para este papel necesitaba a alguien así, porque como el personaje es distante se requiere un actor que pueda generar alguna clase de empatía en el espectador. No digo simpatía, porque no se trata de eso, sino empatía. La necesaria para interesarse por lo que le pasa.
–Además de eso, la presencia de Pattinson facilita la financiación de la película...
–Obviamente que sí, es la ventaja de toda estrella. Algo semejante me sucedió en su momento con Viggo Mortensen. Pero igual el actor tiene que tener algo propio, un peso dramático, porque si no, conseguir financiación no sirve de nada.
Traducción, edición e introducción: Horacio Bernades.
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