La primera vez que fui a la cancha de Boca yo tenía siete años. Fuimos mi viejo, un amigo suyo y yo a unos palcos que ya no existen en la Bombonera un miércoles a la tarde. El amigo de mi papá había conseguido esos palcos que eran carísimos. Jugaban Boca y Rosario Central. Yo llevé mi camiseta comprada el día anterior, pero justo ese día los jugadores de Boca usaron otra, blanca con franjas azul y oro. Mi ídolo por entonces era Roberto Cabañas, el nueve paraguayo que teníamos y que era un genio. Después fui muchas veces a la cancha de Boca. Por ejemplo, el día que Caniggia le hizo tres goles a River y el Diego erró un penal, yo estaba en las plateas altas. Y también estuve el día que Guerra la cabeceó con la nuca sobre la hora y ganamos tres a dos. Me gustaba ir a la cancha con mi viejo porque él aprovechaba esos viajes tan largos de Lanús a la Boca, en el 54, para contarme historias de su infancia, de la colimba, de sus primeros trabajos. No sé por qué pero nunca hablaba de esas cosas si no era a la ida o a la vuelta de la cancha. Todo esto se lo conté a Patricia una tarde en una plaza a la que habíamos llegado después de caminar como dos horas. Quería explicarle por qué me parecía tan importante lo que me había comenzado a contar de Maradona la tarde que nos peleamos y a su vez no quería llegar al momento en que tenía que decirle que mi viejo un día se había vuelto loco, se había ido de casa y no había vuelto más.
* Fragmento de El equipo de los sueños (Norma).
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