¿Cómo fue el pasaje de la ilusión típica de “m’hijo el dotor” a asumir la de “m’hijo el escritor” para su familia?

–Si tuvieron la ilusión de m’hijo el dotor, en realidad se desengañaron enseguida (risas). Era un chico raro, en serio. Me mandaron a jugar al fútbol porque estaba todo el día encerrado en mi casa; no leía porque no tenía libros, pero estaba muy aislado. El primer intento de salir de ese aislamiento fue con el fútbol y es un intento que hicieron ellos porque estaba la fantasía de que podía salir puto. Jugué durante unos cuantos años en Brown de Adrogué, un equipo que en ese momento estaba en la D (ahora está en la B), pero era muy malo. Tenía una relación compleja con la pelota, no era un jugador habilidoso, era más bien tosco. El fútbol me sirvió para socializarme, pero al mismo tiempo me exponía demasiado. Mi familia apostó a mi futuro de futbolista; yo también, cuando era chico, pero fracasé. Y después volví al encierro, pero ya con los libros y empecé a escribir. Y ése fue mi segundo intento de relación con los otros, no interpersonal sino imaginaria. Y desde ahí me fortalecí, y mi familia durante todos esos años siguió teniendo la esperanza de que me convirtiera en un hombre de bien (risas). No soñaban nada en particular, querían que hiciera algo que me hiciera feliz y que no fuera un completo idiota. A medida que fue pasando el tiempo, se dieron cuenta de que lo mío era la escritura. Tuve muchas idas y vueltas en mi adolescencia, pero a los 20 me di cuenta de que tenía que dedicarme a escribir.

–El hecho de que busque una escritura despojada, de que sus novelas puedan ser leídas por cualquier lector, ¿estará relacionado con la idea de que las lea su madre, que no tuvo contacto con los libros?

–Sí, quiero que mi mamá pueda leerme, y no lo pienso como una cuestión populista ni demagógica.