OPINION
Existen diversas y poderosas razones que deberían inhibirme: Amo a Campanella. Amo a Alterio. Amo al otro Alterio. Estoy empezando a querer a Blanco. A lo largo de dos años en esta miniserie poniendo en funcionamiento el mecanismo de trabajo, lo que se llama “intercambio de ideas” que, por momentos parece consistir en que trato de hacer cambiar de idea a los que no están pensando en el rumbo que más me gusta. Escribir en equipo (como si esto fuera posible). Pero era un buen equipo, un excelente equipo, los dos primeros capítulos. Y, ¡oh Manes! (gracias a que Freixá es un muy buen productor pero su verdadero arte es la seducción, la persecución y la creación de culpa para las que se resisten), según lo esbozado por Campanella en una de nuestras mágicas tardes en las que imaginábamos que “alguien” iba a tener que hacer “eso”, escribí la síntesis de los trece capítulos. Es imposible hacerle entender a un productor español, argentino o chino el infinito desorden que impone al universo la operación cabalística de sintetizar lo que todavía no existe.
Después de esta primera etapa recibí una transfusión de dos litros de sangre.
Más tarde los españoles dijeron mañana y resultó al año siguiente. Ahí comenzó lo que lleva el pomposo título de “Supervisión de Guiones”, dejo a la frondosa imaginación del lector la naturaleza de este trabajo.
Después de esta última etapa recibí tres litros de sangre.
Bien.
Pero yo soy muy desinhibida.
Como no le basta con su enorme talento, Juan José consigue además que, siguiendo su ejemplo, uno viva sólo para el trabajo y lo haga con alegría, con rigor, a conciencia.
La historia de dos generaciones, una que viene y otra que se va. La historia de dos mundos. La Argentina, joven y ya fascista, generosa y muy mezclada y la de España, la España de Aznar, aunque Andrés dice “no es de Aznar, es de los españoles”, posfranquista y todavía fascista, horrorizada por esos extranjeros que vienen de todas partes. País de emigrados que se asusta de los inmigrantes.
Y los años de la vida de un joven salvado y condenado para vivir la vida de su hermano. Y la vida de su hijo, un arquitecto, que una vez hizo un pueblo en Nicaragua y ahora no tiene lugar en su lugar, y le cuesta encontrarlo en el lugar al que llega.
Barco que viene y setenta años después, avión que se va.
Una tierra de caos deliberado, robo planificado, muerte escondida. Una tierra que se viene abajo. Que se nos viene abajo. Generaciones de argentinos sorprendidos todavía por la canalla y soez desventura en la que pretenden sumergirlos. Sorprendidos, todavía por las burbujas con que esa ciénaga se traga sus esperanzas, sus ideales, sus hijos, sus padres, sus ahorros, su futuro, su presente, cuando descubren que los rodea. No hay pasado ni futuro en esa Argentina que arde en los noticieros del mundo entero. ¡Qué país tan sorprendente! ¿Cómo puede haber hambre en una tierra tan rica? ¿Cómo puede expulsar la que recibía con los brazos abiertos “a todos los hombres de buena voluntad”?
Más allá, mucho más atrás, debajo de la tierra, los hombres empujados a ganarse el pan, envueltos en gases de muerte, tiznados y demasiado jóvenes para tener suficiente miedo. Una tierra donde comenzó la rebelión. Donde los mineros dijeron basta y Asturias resonó en toda España.
Un elenco de lujo internacional, coherente, fascinante. Actores europeos, latinoamericanos y argentinos (que, como todos sabemos, no pertenecen a ninguno de estos dos universos) todos dando de sí más y más, más que nunca, más de lo imaginable.
Un equipo técnico y creativo soberbio y perfecto.
Había jurado no escribir televisión nunca más. No me costó nada romper esta promesa. Nadie me pidió jamás que lo hiciera hasta que Campanella tuvo una idea.
Fue una de las experiencias más fascinantes de mi vida.
“Viva Campanella! ¡Bravo Juan!” Eso grito mientras veo la miniserie.
Y me siento muy honrada.
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