Por Juan Gelman
Cuando el 17 de junio de 1976 cayó combatiendo contra la dictadura militar, Paco apenas había terminado un libro de poemas, Relatos de combate, que se perdió en la noche genocida. Los escribió desempeñando al mismo tiempo las innúmeras tareas organizativas y político-militares propias de quien dirigía la actividad de Montoneros en una zona del país. Los escribió en medio de la persecución y la certeza de que cualquier instante podía ser el último. Su tiempo no sólo estaba ocupado por esa militancia: todo aquel que ha pasado por la clandestinidad conoce la tensión y la cantidad de horas que “se pierden” nada más atendiendo los problemas de seguridad, propios y ajenos, de importancia primordial. Tiempo físico y tiempo mental y tiempo de dolor por los compañeros que desaparecían. Eran casi siempre jóvenes y Paco preguntaba, se preguntaba: “¿Por qué no yo en vez de ellos?”. Padre reciente de una niña, pesando el pasado, duro el presente, dudoso el porvenir, Paco escribe.
“Empuñé las armas porque busco la palabra justa”, me dijo alguna vez en un café de Buenos Aires. Luchar por una sociedad más justa era una secuencia de esa suerte de felicidad que lo llevó a escribir. Es enorme esa interrogación de la poesía bajo tanta oscuridad y enorme la fe en esa interrogación, y en la poesía, y en su fulgor humano. Para Paco, la poesía era una manera de vivir. No sólo eligió la vida de la creación, también la creación de vida, una que fuera mejor para todos.
No es la circunstancia la que crea al poeta. Al revés: el poeta crea su propia circunstancia y lo que escribe va acuñando su biografía. “Las acciones del poeta no son más que la consecuencia de los enigmas de la poesía”, señaló ese gran poeta y resistente del maquis que se llamó René Char. La poesía es un acto de amor y Paco se rebeló contra la mezquindad y la grisura de la despasión. Su ética nació de su estética. Había escuchado el grito de Rimbaud: “¡Cambiad la vida!”.
Por Osvaldo Bayer
Recuerdo su muerte. Mi hermano Franz me llamó desde Buenos Aires para decírmelo: “Se mató el Paco, antes de entregarse”. Era para mí Tiempo de Exilio, en Berlín. Ese día, encuentro de escritores latinoamericanos en el Instituto Iberoamericano. Lo veo llegar a Manuel Puig. Manolo. Me ve y viene apresurado, me abraza y se pone a llorar desconsolado sobre mi hombro. Así era Manolo, el ultrasensible, emocional, niño, mujer, pura bondad. Me dice en voz muy baja:
–Lo mataron al Paco.
–No –le respondo–, antes de entregarse a las bestias, se mató él.
Nos fuimos a tomar algo. La tristeza era plena, sin límites. Sentimos la derrota. Los ojos de Paco. La sonrisa de Paco. Su ironía. Su voz suave. Manolo Puig me miraba sin hablar. Yo veía sus lágrimas salir de sus ojos tan vivos. Admiré su sensibilidad. Podía llorar por la muerte de un amigo. El sabía que esas lágrimas eran el mejor homenaje a Francisco Urondo, poeta, revolucionario, luchador por la dignidad. Hablamos con Manolo. Le conté que trabajé con el Paco en la redacción de Clarín. Era un poeta elegante, pulcro. Todo un caballero, se decía antes. Sí, un caballero que le daba el verdadero significado a la palabra solidaridad, honradez, trabajo. Para él, su mundo era la sociedad que vivía todos los días al salir de la redacción y ganar la calle para hacer las notas periodísticas. Pero no se conformaba con ser espectador. Ese tiempo: generales brutos como presidentes; fusiladores, torturadores, apaleadores de estudiantes. Viles asesinatos de prisioneros políticos. Pero los jóvenes de espíritu, en la calle. Tosco y el Cordobazo. Rodolfo Walsh desde su atalaya. Y toda la sociedad rica cada vez con más pobres.
“Nos estamos todos muriendo de vergüenza”, escribirá Paco por ese tiempo. Y, por supuesto, la cárcel para el poeta. Ese 1973. Y nos dirá en sus versos: “Del otro lado está la realidad, de este lado de la reja también está la realidad; la única irreal es la reja”. Un poeta como él detrás de las rejas. La Argentina. Luego, los asesinos de poetas pasaron a hacerlos desaparecer. Obediencia debida contra Rebeldía justa. Que, luego, la sociedad colaboracionista quiso igualar en los dos demonios. Recuerdo nuestras conversaciones sobre la común ciudad natal: Santa Fe. Yo le hablaba de los campos azules de lino y el me describía el enorme silencio de Guadalupe al atardecer. Cuántas veces en esas charlas volvimos a la niñez. “Tenemos que volver un día y recorrernos el Boulevard Pellegrini”, y él me prometió que sí. Paco no cumplió. No hubo ya tiempo. Porque se había comprometido con la vida. Lo mataron los uniformados del poder de siempre, al servicio de los dueños de la tierra y de todo. Los egoístas. Paco, las lágrimas del querido Manolo Puig, el sensible. Y mi eterno recuerdo agradecido. Tu sonrisa. Poeta de la Vida.
Por Susana Cella *
Alguna vez dijo Juan Gelman que tenía que pasar mucho tiempo antes de que la obra de un gran poeta alcanzara el lugar que merece; se refería precisamente a Francisco Urondo, cuya obra poética, que no incluía desde luego los poemas posteriores, muchos perdidos en el exterminio dictatorial, había quedado reunida en una vieja y casi inaccesible edición de 1972 publicada por De la Flor. Así, efectivamente, tuvieron que pasar treinta años desde el día en que Urondo cayó combatiendo en Mendoza, para que se publicara su poesía completa, ya que, salvo algunas antologías o poemas sueltos, ese conjunto indispensable de la lírica contemporánea estaba disperso y olvidado o, peor, soslayado. A lo mejor habría que preguntarse el motivo, y quizá la misma poesía de Urondo dé la respuesta, porque al recorrerla desde los primeros textos de los cincuenta hasta el final, lo que se encuentra invariablemente es una forma de mirar el mundo, de frente, sin subterfugios ni engaño, incorporando todas sus maravillas y horrores, sin temor de enfrentar lo que el contradictorio tiempo depara. Por eso, tanto el amor como la amistad, los desengaños o los homenajes, la historia, la política y la literatura misma, se expresan en las variadas modulaciones de los versos, en el tono, en la brillante mezcla de registros, cultos y populares, que se conjugan perfectos en la unidad de los poemas. Breves, ligeros y transparentes como acuarelas algunos, extensos en forma de reflexión, reminiscencia, relato o carta otros, con alusiones a la historia contemporánea o a un pasado cuyas huellas se perciben, todos tienen sin embargo en común un mismo estilo.
Urondo imprimió a toda su obra una elegancia y precisión sustanciales, que muestran acabadamente el logro de una voz poética inconfundible. Es ese estilo como marca sostenida lo que hace irrelevante una desafortunada hipótesis según la que se diferencia algo así como un primer poeta exquisito y desvinculado de la realidad de un poeta militante posterior. La recurrencia de los temas, metros o palabras revela una actitud común inicial y continuada. El irrenunciable amor a la vida no cesa de reaparecer aun en los momentos más terribles, en los que no dejó de escribir con inmensa lucidez. “Voy cansado, es cierto, harto como todo el mundo que se precie/ o con desaliento; pero nunca falta/ alguna cosa, un olor/ una risa que me devuelva,/ para valer la pena...” dice en un poema, y esa última frase, también presente en otros, es la cifra del punto en que poesía y vida confluyen: una ética.
* Escritora, docente e investigadora de la UBA, responsable de la edición y del prólogo de la Obra poética de Francisco Urondo (Adriana Hidalgo).
Por Pablo Montanaro *
Se hizo justicia. Después de treinta años tanto el nombre de Francisco Urondo como su magnífica obra han sido desenterradas de la condena más cruel: la del olvido. Cuando comencé a plantearme la idea de escribir la biografía de Urondo, a principios de los ’90, muchas veces me pregunté: por qué no se hablaba de él siendo uno de los personajes fundamentales en la historia de la literatura argentina contemporánea y un protagonista central de la vida política de los años ’60 y ’70. En una vieja edición de Casa de las Américas había descubierto la dimensión de esa poesía vivencial, despojada de toda retórica y que daba cuenta de las encrucijadas del poeta: “puedo investigar o escribir luminosos párrafos/ que abrirían por sí el futuro/ puedo ser un intelectual responsable o desaprensivo/ firmar o no firmar/ traicionar o jugar a la lealtad/ (...) puedo elegir mi destino/ aunque no sepa darle forma adecuada/ ni por dónde empezar”.
A pesar de que había confesado “sin jactancias” que la vida “es lo mejor que conozco”, gran parte de la sociedad cultural e intelectual argentina lo condenó al destierro del silencio y del olvido. ¿Cómo podía ser que aquel exquisito poeta se convirtiera en revolucionario romántico, soberbio, irresponsable, guerrillero montonero? Entendía que el espacio de la cultura era donde se podía combatir los males que asediaban a un país. Y tuvo en claro que para ello debían recorrerse dos caminos: la escritura para dar cuenta de la realidad y la militancia política “para que nada siga como está”. Es decir, viviendo “en el corazón de una palabra” y ansiando la revolución, ese “salto temido y acariciado que nunca nos dejó tranquilos”. Para Urondo no había secretos, los compromisos con las palabras implicaban las mismas cosas que los compromisos con la gente. En los tiempos más duros de militancia le predijo a Miguel Bonasso: “Nos vamos a morir de todas maneras. Nos juguemos o no nos juguemos: el problema en todo caso no consiste en morirse joven, sino en haber vivido al pedo”.
* Autor de Francisco Urondo: La palabra en acción, biografía de un poeta y militante (Homo Sapiens).
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