LITERATURA › OPINION
Aquí el Gordo vuelve con toda la sonrisa. Es lo que verdaderamente le gustaba. Arqueros, ilusionistas y goleadores, por Osvaldo Soriano. El relato, y si es de fútbol, mejor. El es en el relato –según su decir– el tercer futbolista: “Hay aquellos que crean un nuevo espacio donde no debiera haber habido ningún espacio”. Ese es el Soriano que conocí y recordaré siempre. Creaba espacios, creó un espacio. El se fue, pero el espacio quedó. Y aquí, en este libro, tenemos el espacio que deseábamos, su regreso con toda su filosofía tierna, fantástica, turra, argentina.
Soriano supo ser argentino, le gustaba ser argentino. Pero a no disimular. Tal cual. Un poco Peregrino Fernández, un poco el pibe de Cipolletti en el paisaje gaucho, pero siempre bien porteño. Nada llorón, pero melancólico como un tango. Como escritor, viril; mujeres, no, salvo llegado el momento. Ser lo que se es, nada de sospechas. Pero, sí, generoso. La gente, los pibes, el pobrerío y sus ilusiones. Soriano. Un intelectual pero del pueblo. Sin disimulos. Y aquí se ve bien claro. Lo dice con su estilo más claro que agua de arroyo de montaña. Como cuando describe lo que siente el arquero: “Es como estar delante de una vidriera y tratar de impedir que los forajidos la rompan a hondazos. Al comprender el mundo del arquero supe donde estaba su fragilidad”.
Porque en cada cuento-relato-experiencia nos da un pase perfecto, con la pelota tranquilizada, y así nos va presentando todo el mundo sorianesco de rebeldes, soñadores, fugitivos, artistas, locos, criminales, de años felices pero con piratas, fantasmas y dinosaurios. Los protagonistas de todos sus libros. Como su personaje Míster Peregrino Fernández, la literatura de Soriano jugó en todas partes, en estadios, potreros, castillos, avenidas de doble mano, buques y hasta en un avión Hércules. A mí me enseñó la “eterna y cruel inexactitud de la palabra”. Tengo una anécdota. Pero ya la he repetido mil veces. No sé si repetirla una vez más. ¿Puedo? Prometo que es la última vez. Más si queda impresa. Bien, me largo. Soriano ganaba todas. Por ejemplo esa vez que me vino –durante el exilio– a visitar en Berlín, desde Bruselas, donde vivía. Estábamos en mi destartalado departamento, en el barrio reo de Kreuzberg. Domingo a la noche. De pronto Soriano me pregunta, un tanto tímido: “¿Me permitís hacer una telefoneada a Buenos Aires? Tengo dudas con mi editor”. Le respondí de inmediato: “Pero sí, pibe, todo lo que quieras”. Se fue a mi escritorio, en la habitación de al lado y cerró la puerta. Yo soy un poco lento pero a veces se me prende la lamparita. Me dije “nueve de la noche, en Buenos Aires son las cuatro de la tarde. Terminó el primer tiempo. Está nervioso porque San Lorenzo juega con Boca”. A los cinco minutos vuelve Soriano visiblemente satisfecho. Yo sigo cocinando, como siempre, pollo al horno al limón, con papas. A las diez de la noche, una hora después, Soriano interrumpe la cena y me dice con gesto preocupado: “Me olvidé de preguntarle una cosa a mi editor, ¿me permitís hacer otra llamada?” “Pero, claro, no necesitás preguntar”, le respondo. Calculo: “Descanso del primer tiempo y segundo tiempo, justo una hora”. A los cinco minutos vuelve Soriano, radiante, a terminar su pata de pollo al horno al limón. Pero me siento disminuido, no quiero que el amigo me tome por tonto. Y le espeto, como quien no quiere la cosa, pero con algo de maldad: “Yo no se cómo podés ser hincha de un club que tiene el nombre de un cura, por Lorenzo Mazza”. Soriano deja de comer y lleno de ira me contesta: “No es por el cura, es por el combate de San Lorenzo”. Yo, tranquilo, dominando la situación y con el dedo índice, acusándolo, le agrego, definitivo: “¡Militarista!” Sus ojos echan chispas, me mira con desprecio, corre hacia atrás la silla con ruido y se va a dormir, con ira. No pude menos, seguro de mí mismo, que ensayar una sonrisa ganadora.
A la mañana siguiente, Soriano apareció media hora más tarde para el desayuno. Se ve que había pensado toda la noche lo que iba a decir. Me mira, como quien ya ha ganado, y me espeta: “Yo no sé cómo vos podés serhincha de Rosario Central, que como nombre tiene el de ese adminículo con que rezan las viejas”. Estaba todo dicho. Recibí la frase como un cachetazo. Pero comprendí el profundo análisis al que Soriano se había dedicado la noche anterior. Como un caballero, me paré, le di la mano y le dije: “Me ganaste, Soriano. San Lorenzo 5, Rosario Central 0”.
Con este libro, Arqueros, ilusionistas y goleadores, Soriano nos gana a todos. Cinco a cero. Gracias, querido amigo.
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